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Nadir

Taladros

He vivido una década sin esta herramienta en casa, pero, al final, no he podido resistir la tentación de hacer agujeros en las paredes y ayer me lancé a la tienda para adquirir uno nuevo. Las razones que me llevaron a abandonar mi antiguo taladro fueron de índole práctica, es una máquina pesada y no parece la mejor compañera para un viaje en avión. Así, que la mía, junto con mi caja de herramientas y miles de otras cosas, se quedó aparcada en un trastero hasta que, años más tarde, fue adoptada por uno de mis amigos. Era un buen taladro, tenía variador de velocidad, percutor y la suficiente potencia como para hacer un agujero en un muro de hormigón armado. En realidad era como un amigo, porque habíamos compartido muchos momentos de sudor y felicidad juntos. Cuando me independicé, me propuse conseguir un buen juego de herramientas dedicado al bricolaje. Mi padre, no era el típico manitas y eso se notaba cuando mirabas sus herramientas. La mayor parte de las veces construía chapuzas y le encantaba escarbar en el fondo de la caja para encontrar una arandela o un tornillo que le sirviera para lo que estaba haciendo. Tenía buena voluntad, pero poca maña y herramientas, así que las reparaciones caseras tenían ese aire provisional y aficionado tan característico de muchos hogares. Por alguna razón, yo me propuse dar un salto de calidad y convertirme en un profesional del bricolaje. Tenía cierta destreza y gusto por esos temas, así que una de las primeras cosas que recuerdo, es la compra de herramientas de calidad y una caja para almacenar las diferentes brocas del taladro. Estaba orgulloso, con ellas fui capaz de instalar una gatera en una puerta de aluminio y de llenar mi casa de agujeros de todos los tamaños y colores. Almacené maderas, tornillos y tacos de todas las medidas, los clasifiqué en cajas de plástico y me preparé a conciencia para afrontar la vida y sus pequeñas averías. Pero de repente todo cambió. Me encontré viajando en avión, sin mucho equipaje y con un futuro por descubrir. Delante de mí se abría un espacio en blanco que decidí llenar sin herramientas pero con plumas de tinta china y cámaras fotográficas. Descubrí que los cuadros se pueden colgar con cuelgafáciles y que los muebles de Ikea se montan con una simple llave, así que decidí abandonar mi taladro y pasar una página de mi vida. Durante diez años he vivido casi sin herramientas. Al principio lo único que tenía era un martillo para poder colgar cuadros. Poco a poco he ido ampliando la variedad de mis útiles, un destornillador por aquí, unos alicates por allá, pero me resistía a comprar un taladro porque sentía que era como retroceder en mi propia existencia. En realidad, cuando necesitaba uno, lo pedía prestado y el préstamo, a veces, se prolongaba durante meses hasta que terminaba todos los agujeros pendientes. Pero el sentimiento de tener algo prestado es ligero y no pesaba en mi conciencia de la misma manera que el hecho de ser propietario. El caso es que el otro día no pude conseguirlo prestado y pensé que había llegado el momento de afrontar su compra. Tuve suerte, porque en esta década, los taladros, al igual que los ordenadores se han convertido en animales inalámbricos. Adquirir uno de estos aparatos, que funcionan con pilas, me hizo sentir que estaba avanzando en mi vida y no retrocediendo hacia mi propio pasado. Estoy contento, porque ahora tengo taladro y la sensación de caminar de nuevo hacia el paraíso de la chapuza casera. Tengo la conciencia taladrada, pero al menos soy feliz.

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