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Nadir

Arena

Cuando era pequeño tenía un reloj de arena. Nunca lo utilicé para medir el tiempo, sino sólo para entretenerme y mirar los granos desaparecer por el embudo de cristal. Me gustaba observar como se creaba un pequeño sumidero imperceptible en la superficie de la arena, que poco a poco se iba agrandando hasta devorar todos los granos y pasarlos de una ampolla de cristal a la otra. Lo recuerdo de madera, de un tamaño cercano al palmo y con un depósito de doble cuerpo parecido a dos picas, las de la baraja de póquer, unidas por los extremos. Pero es curioso que no recuerde el paso del tiempo, aunque sí el color de la arena que era rojiza y que, como no se podía extraer, no sabía que tacto tenía. Utilizaba ese reloj para perder el tiempo, lo cual puede parecer un contrasentido, pero a mí me parecía lógico. Tan lógico como desmontar mi primer reloj digital. Sentía curiosidad por ver las tripas de algo tan curioso como esos números dibujados en un cristal líquido. El tiempo, en realidad, no existía, pero la arena cayendo de un lado a otro, o la pequeña maquinaria de mi reloj digital sí. Lo mismo ocurría con el reloj de pared que había en el comedor. Tenía unas pesas doradas que descendían con lentitud y que conseguían que el mecanismo funcionara. Eso, y mi madre que las subía todas las noches, produciendo un sonido de cadenas maravilloso. Debido a esos dos factores, el péndulo se movía siguiendo la ley de la gravedad y puntualmente nos obsequiaba con unas campanadas cristalinas que indicaban las horas y las medias. Ese reloj tampoco marcaba el tiempo, sino que nos acompañaba con su melodía y su ritmo pendular. Era un compañero, un amigo de las noches en las que me desvelaba y esperaba el sonido de sus campanas para conocer la hora exacta de mi insomnio. En mis recuerdos, vivía rodeado de relojes, pero ajeno al tiempo, ajeno a la prisa o a la ansiedad. La última vez que estuve en mi casa, el péndulo se había estropeado y el reloj iba un poco más rápido de lo que le correspondía. No pude evitar pensar que a mí me pasaba lo mismo, quizás incluso le pasaba lo mismo a todo el mundo. No pude encontrar el reloj de arena, aunque tampoco me importó mucho, porque no me hubiese gustado ver su costa invadida de apartamentos de verano. El tiempo ha cambiado, nos ha cambiado y ahora todos vivimos dibujados en una pantalla de cristal líquido. Los amores y las parejas que antes se soñaban para toda la vida ahora duran un suspiro. Se organizan sesiones de citas de siete minutos para conocer al amor de tu vida. Me imagino una mesa con un reloj de arena y a dos personas mirando los granos desaparecer de la ampolla superior sin tiempo de decir nada interesante. Quizás, abstraído por el pequeño sumidero, una de esas personas piense en su infancia mientras la otra se esfuerza en hablar y dar datos sobre su nombre, profesión, aficiones, ilusiones, sueños, frustraciones, tratando de utilizar hasta el último grano de arena disponible para conseguir una cita. El mundo se mueve en ciclos tan cortos que un reloj de arena puede condicionar la existencia o no de una relación. Relación que nadie espera que dure muchos años, salvo que decidan hipotecarse para el próximo medio siglo. Las hipotecas, que antes no superaban los diez años han crecido hasta tragarse la vida entera de las personas. El reloj de arena de las citas de siete minutos, se convierte en un reloj de cemento eterno para comprar una casa y yo, que soy un péndulo estropeado, me pregunto si todo esto es normal o es que yo me he perdido algo por el camino. Ahora tengo pocos relojes en mi casa, pero todos van demasiado rápidos para mi alma.

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