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Nadir

Vivir sin Fidel

Cuba es un hemisferio extraordinariamente hermético en donde la información ha estado siempre controlada y dosificada en virtud del estado permanente de guerra que está decretado por y contra los Estados Unidos de Norteamérica. Lo que desde fuera de la isla pudiera entenderse como una obsesión casi enfermiza, -la amenaza norteamericana- adquiere tintes de realidad cuando se analiza el conglomerado de disposiciones legales que han dictado, durante cuarenta y siete años, las sucesivas administraciones norteamericanas para terminar con la revolución cubana. Desde esos parámetros, del verdadero estado de salud de Fidel Castro no se sabrá más que lo que se quiera creer de los comunicados que periódicamente se vayan facilitando. Ninguna filtración es creíble y ningún informe confiable, porque ahora mismo la prioridad de la seguridad del estado cubano es el control sobre la información de la salud de su líder.

Existe un consenso generalizado en que nos encontramos en el último episodio de la vida de Fidel Castro, cuya salud ha sido sistemáticamente castigada por su forma de ser. No se sabe si su delicado estado médico puede tener un desenlace inminente, pero se converge en la idea de que ya no tiene recuperación posible.

La leyenda se confunde con la realidad en un hombre que siempre ha exhibido una voluntad de hierro en sus actividades políticas y cuyas obsesiones se han transformado siempre en medidas de inexcusable cumplimiento. Cuando él mismo afirma que está pagando sus excesos de trabajo, solo está diciendo la verdad.

Durante los últimos años, Fidel Castro ha desarrollado una carrera contra el tiempo que sabía que era escaso. Al apuntalamiento, en régimen de supervivencia, de la revolución cubana ha sobrevenido un entusiasmo por poder realizar, en sus últimos años de vida, el sueño del socialismo real cuando el mundo ya considera esa posibilidad como una pieza de museo. La revolución bolivariana de Hugo Chávez –insuflada por el petróleo a casi cien dólares el barril- y el descubrimiento de que Cuba podría ser una multinacional de la salud y la educación, esbozó una marcha trepidante hacia el pasado, como el relevo de la situación en la que la Unión Soviética facilitaba insumos y medios de vida y Fidel Castro diseñaba un expansionismo socialista. Ahora es el turno de Venezuela que sostiene la economía cubana como una receta que le conviene a Hugo Chávez enseñar en el mundo. La existencia del socialismo cubano le evita al presidente de Venezuela la necesidad de socializar la producción en un país en el que el petróleo estatal lo es casi todo. La izquierda ideológica está guardada por Fidel Castro y el populismo adobado de petrodólares es el instrumento adecuado para quien aspira al liderazgo continental en medio del estupor de Brasil, Argentina y Chile. Se vio claramente en la ciudad de Córdoba, en donde la cumbre de MERCOSUR, con la irrupción como socio de Venezuela, fue poco más que el escaparate de la exhibición mediática del veterano líder cubano y del recién emergido presidente de Venezuela, en un tándem que hasta ahora les reporta a cada uno casi todo de lo que carecen.
El expansionismo cubano tiene en Hugo Chávez el motor económico y en la preparación de los cuadros de la revolución, los especialistas que se necesitan para una gran progresión técnica, médica y cultural de países atrasados económicamente que han escogido sendas electorales de izquierda.

En los años setenta y ochenta, el internacionalismo cubano era militar, con Ché Guevara en las selvas de Bolivia y el ejército cubano combatiendo en Angola. Ahora la expansión es civil: más de treinta mil médicos, educadores, asesores deportivos y especialistas en distintas materias están desplazados en Venezuela, Bolivia y otros países tan dispares como algunos centroamericanos y otros tan distantes como Pakistán.

Mientras la salud cubana exhibía sus logros en el exterior, otra vez le toco al pueblo de Cuba un ejercicio de solidaridad para el que nunca fue consultado. El resultado es un creciente prestigio de la vigencia de la revolución cubana en los países del tercer mundo y un empeoramiento de las condiciones de vida internas porque ni siquiera Cuba puede soportar la sangría de médicos y profesores destinados en el exterior sin que la sociedad cubana se resienta.

A la hora de analizar el futuro de la isla sin Fidel Castro hay que tener presentes algunas variantes que se suelen olvidar. La primera es que en medio de un caos creciente en las instituciones del país, el ejército, los servicios de inteligencia y el Ministerio del Interior forman un conglomerado disciplinado que ha dirigido con mano de hierro y enorme eficacia quien ahora ha recibido el traspaso de poderes: Raúl Castro.

El Partido Comunista de Cuba es el otro tentáculo de esta inmensa red que tratará de sostener el castrismo sin Fidel Castro. Enfrente hay poca cosa, porque los grupos de la disidencia interna son poco menos que agrupaciones testimoniales, muchas de ellas trufadas por los servicios de inteligencia cubanos, que han hecho alarde de esa realidad cuando han querido desprestigiarlos.

La verdadera oposición al régimen está en el exterior y está nacionalizada norteamericana. Quienes controlan el lobby de poder cubano en la Florida han adoptado hace muchos años la nacionalidad estadounidense, disponen de representantes en los ayuntamientos más importantes de La Florida, en el gobierno del Estado y en la cámara de representantes y el Senado. No hay sino continuidad en sus intereses y en los del gobierno norteamericano, sin que se pueda precisar donde terminan unos y donde comienzan otros.

Es imposible predecir cómo será la relación de la comunidad cubana del interior con la de fuera de la isla cuando ya no exista la tutela y la vigilancia permanente de Fidel Castro. Tampoco hay noticia precisa de cómo serán las relaciones de la administración norteamericana que le toque asistir a una Cuba sin Fidel con quienes hereden la gestión de la revolución. Si Estados Unidos había aceptado tácitamente que había que esperar a la desaparición de Fidel Castro para plantear cualquier cambio de estrategia en Cuba, nada sabemos de lo que harán en los tiempos inmediatamente posteriores al fallecimiento del líder.

Existe, sin embargo, un consenso generalizado en todos los centros de pensamiento político norteamericano de que lo que ocurra en Cuba tiene que ser pacifico y ordenado. También se sabe lo que hay que evitar a toda costa: una crisis migratoria que invada las costas de La Florida, de una multitud de cubanos que piensen que es la mejor oportunidad de acceder al universo de confort norteamericano, y que la falta de autoridad en Cuba pudiera propiciar la aparición de mafias de narcotráfico, que siempre han deseado la isla como una inmensa lanzadera para el expansivo mercado norteamericano.

La inmensa mayoría de la población de Cuba que vive dentro de la isla está ahora mismo perpleja por la posibilidad de que exista una vida después de Fidel Castro, porque no han conocido nunca una realidad distinta a la derivada de su voluntad personal. No son previsibles otras manifestaciones públicas distintas de la adhesión y el apoyo a Fidel Castro y a sus disposiciones sucesorias. Pero tampoco es posible la pervivencia milimétrica de la revolución cubana sin la presencia física de su fundador. En los
últimos cuarenta y siete años no ha habido una sola medida en el universo del sistema cubano que haya contradicho la voluntad del Comandante. Los debates están próximos a aparecer y sus consecuencias deberán se analizadas con rigor y sin pasión.

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