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Nadir

Paranoia casposa

Siempre resulta doloroso comprobar cuán equivocado ha estado uno durante tantos años, constatar que, con demasiada frecuencia, nada a contracorriente, que es un loco que cree que los demás son idiotas o están despistados. Es aún más penoso cuando ya se ha doblado el cabo de buena esperanza y se ha traspasado la frontera nel mezzo del cammin di nostra vita, que decía el luminoso Dante Alighieri, es tremendo darse cuenta de su propia ignorancia, incluso de su insensibilidad para no conectar con el sentimiento general de sus compatriotas. Se ha muerto una cantante popular -una tonadillera dicen los entendidos- y este país, a juzgar por sus medios de comunicación, parece haberse quedado artísticamente huérfano, culturalmente anonadado, seco de tanta lágrima derramada (En mi derredor canario no, al parecer, porque he observado que el tráfico sigue igual, los restaurantes llenos y el fin de semana se presentaba alegre y ya veraniego). Cuando veo el impacto de esa muerte en periódicos -¡El País, mon Dieu, tu quoque filli mi!-, radios, televisiones, me miro en el espejo de mi desconocimiento y me digo que debo ser un extraterrestre, incapaz de calibrar lo que, de verdad, es importante para mi país. Eso siempre es grave, pero más aún cuando uno se atreve a opinar en público. Confieso, y me duele confesarlo porque es revelador de mi incultura, que hasta hace poco confundía a Rocío Jurado con otra Rocío, que no sabía nada de las andanzas de su hija con un guardia civil choricillo, que, una vez debidamente identificada, supe de su matrimonio con un famoso torero y que estuvo casada con un boxeador al que admiré. Y poco más, por no decir que nada más. Creía, hasta hoy, día en que han estallado todas las notas necrológicas de este país, que se trataba sencillamente de una respetable artista popular que emocionaba a sus miles de seguidores. No sospechaba ni de lejos que se nos había muerto la mejor cantante española de los últimos doscientos años, tal y como ha sentenciado Pedro Almodóvar, el reciente premio Príncipe de Asturias, ni que iba a merecer los honores de la primera página del mejor y más leído periódico de España. He de reconocer que esa portada ha sido una puñalada trapera en mi corazón de lector de un diario de referencia. Entiendo a los carroñeros de tantos programas televisivos. Son la simple consecuencia de ir cada vez más allá en la falta de respeto a la vida privada de los demás, de convertir en mercancía la intimidad, de ofrecer lo que se demanda, previo lento e implacable lavado de cerebro. Lo que ya me resulta más difícil de digerir es que diario de talla europea caiga en estos populismos. Sin duda, dada mi incapacidad para calibrar el valor de la gente de valor, es decir, aquella que ayuda al desarrollo de un país, a hacerlo más culto y más crítico, nunca hubiera imaginado que Rocío Jurado iba a ocupar ese gigantesco espacio en los medios de comunicación de toda España, que aquí íbamos a llorar, por imperativo mediático, la muerte de una cantante. En resumen, el raro debo ser yo y no nuestra mayoría sociológica. ¿O será que la pluralidad de medios que, aparentemente, existe en España, en absoluto es garantía de comentarios y de opiniones plurales?
Siempre que desaparece uno de estos personajes populares, es decir, conocidos por miles y hasta por millones de personas, me da por pensar en que demasiados medios de comunicación confunden lo interesante con lo importante, mezclando la ignorancia con el provecho comercial e ideológico. Lo primero, interesa, sobre todo, porque los medios han creado el interés, han hecho salivar previamente al lector. Lo segundo, lo que de verdad nos importa y afecta queda en la oscuridad o en las zonas de penumbra informativa. De repente, la muerte y la escenificación de un supuesto duelo nacional han barrido de los frentes informativos lo que unas horas antes parecía ser el meollo esencial de nuestras inquietudes: el debate sobre el estado de la nación, la depresión de Rajoy, el ovillo político de las conversaciones con Batasuna, los miles de muertos del terremoto en Java. De pronto, todo eso y mucho más quedó barrido de un plumazo lacrimógeno. No creo en universales conspiraciones, pero a más de uno aprovecha, como en este caso, que las luces de la actualidad enfoquen una u otra parte del escenario informativo. Por ejemplo, estos funerales han ocultado una noticia que, supongo, en condiciones de normalidad sentimental, deberían habernos estampado en nuestra cara de televidentes. El titular del Juzgado nº 23 de Madrid ha decidido proseguir la instrucción, atender la demanda de un ciudadano que el año pasado denunció al ex presidente Aznar por un supuesto desvío de 2´3 millones de euros del erario para gestionarse la concesión de la Medalla de Oro del Congreso de los EE UU. Es lo bueno que tienen estas aparatosas exequias, llenas de kitsch popular, de muchos personajes salidos del papel couché, tras pasar por las peluquerías de la España profunda. Logran eclipsarlo casi todo.

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