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Nadir

Brisas

El huracán y la huracana se conocieron en un crucero en mitad del pacífico. Se enamoraron de sus vientos y decidieron irse a vivir juntos, en un apartamento de la periferia del cielo. Amueblaron las habitaciones con muebles pesados anclados en cirros blancos, adornaron las paredes con molinos de aspas giratorias y disfrutaron del amor como sólo los huracanes saben hacer. Un día la señora huracana la propuso a su pareja intentar tener un hijo. El señor huracán no quería porque él era un viento despreocupado y todo el mundo sabe que los hijos son fuente de complicaciones, así que estuvo meditando durante unos meses. En ciertos aspectos, la idea era atrayente, ser padre era algo bonito, pero él estaba estudiando para tifón y quizás las responsabilidades paternas lo desviaran de su meta. Claro que si, por lo que fuera, él no podía llegar a ser tifón, quizás su hijo lo consiguiera, incluso podría convertirse en galerna o en torbellino mediterráneo. Don huracán dejó sus vientos soñar y pensó que quizás había llegado la hora de ser padre y además, de paso, le daba una alegría a su señora, lo cual siempre venía bien para reforzar los lazos de aire. Así que con más alegría que pereza, se pusieron a la tarea de procrear y en menos que canta un soplo, doña huracana estaba tan inflada que parecía que iba a estallar. Esa temporada, la señora, no pudo golpear las costas del pacífico con tanta furia, se encontraba pesada y temía por la salud de su retoño. Papá huracán compró una cuna de nubes y luchó contra las instrucciones de montaje hasta conseguir un nido para su futuro hijo. Le gustaba estar ocupado porque así no pensaba en el momento del parto, que aunque no tenía nada que ver con él, le ponía tan nervioso que se le aflojaban los vientos. El momento culminante llegó mientras papá huracán estaba en el trabajo. Lo llamaron por el móvil y abandonó, para alivio de los habitantes del lugar, todo lo que tenía entre soplidos para acudir veloz a la clínica. Llegó a tiempo de escuchar el llanto de su hijo. Como padre orgulloso lloró de emoción, cuando lo pusieron en sus brazos. El quería llamarlo Furia, pero al final su mujer sugirió ponerle Paolo, que rimaba con Eolo y el hombre estaba tan contento que accedió sonriendo como un aire acondicionado en una tienda de ropa. Llegaron entonces las noches en vela, el cansancio y los biberones de viento en polvo. Paolo crecía fuerte y sano como corresponde a un bebé de huracán, pero día a día los padres se daban cuenta que algo fallaba. La angustia se hizo tan grande que acudieron al especialista para que revisaran al recién nacido y cuál sería su sorpresa al escuchar el diagnóstico. El niño no era un tifón, ni un huracán, ni siquiera un torbellino. Era una brisa marina que refrescaba las tardes de verano. Los padres no salían de su asombro, las ecografías que se habían realizado durante el embarazo no habían detectado nada raro. La madre decía que le daba igual, que ella lo quería de la misma manera; ya fuera brisa o tormenta tropical iba a cuidarlo de la misma manera. El padre se encerró en sus vientos y organizó dos catástrofes por estar pensando en otra cosa mientras trabajaba en la costa. Paolo sonreía, porque era una brisa feliz y porque su padre que era un hombre fuerte soplaba baba cuando estaba a su lado. El huracán y la huracana pasaron momento difíciles pero el murmullo de la brisa los acunó en sus esfuerzos. Quizás algún día este soplo de aire fresco se transforme en huracán, piensa su padre. Ojala no cambie nunca, piensa su madre. Los huracanes vigilan la cuna de nubes del pequeño, que respira tranquilo, sabiendo que ningún viento perturbará su sueño infantil.

 

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