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Nadir

El derecho a marcharse

A la reflexión se puede llegar a través del hilo conductor de la emoción. Hace algo menos de tres años, me conmovió la peripecia de un tetrapléjico francés, la manera en que su propia madre le ayudó a morir, a cumplir el deseo, racional y reiterado, de dignificar su vida y, por consiguiente, también su muerte. Vincent Humbert, un joven aprendiz de bombero, se había "matado" tres años antes en un accidente de camión. Recuperado del coma nueve meses más tarde, reducido irremediablemente a una mente sin cuerpo, mudo y ciego, con la única compañía amorosa de su madre, Humbert inicia su militancia en la lucha por el derecho a morir. La forma de comunicarse con ella se reduce a apretar con el pulgar la mano de su madre mientras esta desgrana las letras del alfabeto. A través de esa infinita paciencia, logra transmitirle lo que va sintiendo y pensando. Es el comienzo de un combate que saltará a los medios de comunicación cuando le dirige una carta al Presidente de la República en la que le pide el derecho de gracia para su madre. Planifica así su muerte, tratando de preservar la futura responsabilidad de quien le trajo al mundo. Es también el principio de la conciencia de su decrepitud, de lo insoportable de su prisión, de la lucha por hacer de su muerte un proyecto de vida, algo a lo que aferrarse para no instalarse solo en la espera. En esa carta, el joven tetrapléjico reivindica su derecho a acabar consigo mismo. Insatisfecho por la respuesta del Presidente -"le deseo paz y alivio en medio de tanto sufrimiento y desespero"-, el amor de una madre y la tenacidad íntima de su hijo se funden en una sustancia tóxica que aquella le suministra. En el epicentro de ese escándalo moral y tras intentar reanimarlo, los médicos deciden acabar con el encarnizamiento terapéutico y se responsabilizan colectivamente.
Tras la muerte de Ramón Sampedro y la reciente de Jorge León en su casa de Valladolid -ambos dramas similares al del joven francés-, se reabre un ventanuco informativo y reflota por un instante el llamado debate de la eutanasia. Como todo dilema trascendental, este también divide a la sociedad. No es fácil sacudirse siglos de oscurantismo religioso, miedos infernales, hipocresías sociales y políticas. Por ejemplo, la expresada por la actual ministra de Sanidad. Uno comprende que los gobiernos han de medir sus pasos, auscultar el corazón de la calle para, en la medida de lo posible, legislar cuando les parezca más oportuno. Lo que critico es que la ministra despache este asunto al sostener que el debate político sobre la eutanasia "no corresponde ahora", como si la no vida de muchas personas pudiera esperar a la conveniencia de la agenda gubernamental. El peso electoral de quienes sufren la tragedia de no poder físicamente decidir la dimisión de la vida es infinitamente menor que los que padecían la marginación a causa de su opción sexual. Sin duda, es un logro social haber empezado a normalizar el amor homosexual. Sin embargo, sospecho que, además, algo habrán tenido que ver las urnas futuras para que un gobierno estuviera dispuesto a soportar el huracán de la iglesia católica. Es en asuntos como este donde se demuestra la valentía, la sensibilidad política para lograr que un país avance. No sé cuál es la mejor solución, si legislar como en Holanda -la eutanasia está legalizada desde 2001 y tolerada desde 1994- o consentir como en Suiza -el único país en que no está condenada la ayuda al suicidio de quienes deciden poner el punto final a sus sufrimientos-, pero lo que me parece inadmisible es mirar para otro lado. Ni siquiera hemos abierto un verdadero debate sobre la eutanasia. Quizá porque ya desde que el partido socialista anunciara, antes de las elecciones, que crearía un Comisión al efecto, la iglesia católica consideró que era "apología del delito" el simple hecho de debatir sobre este asunto. A ambos, al gobierno y a la jerarquía eclesiástica, se les olvida un concepto cuya fuerza intrínseca va mucho más allá de la legislación. Tiene que ver con la piedad, incluso con la compasión y la ternura, palancas del progreso no reconocidas en ningún texto legal, pero que han servido de apoyo para apuntalar algunos de los grandes avances de la humanidad. Casi en las primeras líneas de sus Ensayos cuenta el maestro Montaigne la historia de un emperador que, tras sitiar a un duque enemigo, sólo permite que salgan las mujeres con todo lo que puedan llevar consigo. Estas, "con grandeza de corazón", se echan al hombro a hijos, esposos e incluso al propio duque. Al contemplar tal ejemplo de valor, el emperador les trató con benevolencia. Desde su estatura intelectual y su fuste humano, añade Montaigne: "Siento asombrosa debilidad por la misericordia y la mansedumbre. Tan es así que en mi opinión estaría más naturalmente inclinado a entregarme a la compasión que a la estima; sin embargo, es la piedad vicioso sentimiento para los estoicos: quieren que socorramos a los afligidos, mas no que flaqueemos compadeciéndonos de ellos". Estamos, me parece, ante un asunto que va más allá de la legislación. En el caso francés y en el de los españoles conocidos, la justicia ha permanecido pasiva. Es el intrínseco reconocimiento a quienes, conscientes de su degradación y de la imposibilidad de renacer a una vida digna, decidieron apretar la mano tendida que les ha acompañado, con amor y piedad, en el tránsito hacia la muerte.

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