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Nadir

Luces

La memoria se parece bastante a una casa, o al menos a algunas en las que yo he vivido. En ellas aunque parezcan ordenadas, tenemos muchas cosas que no somos capaces de recordar y que sólo por accidente descubrimos. Por eso un día, mientras hacemos una limpieza a fondo, descubrimos en una carpeta un dibujo de cuando éramos pequeños o localizamos en el fondo de un cajón aquella chapa que tanto nos gustaba. Cuando tropezamos con cosas fuera de lugar nunca sabemos qué hacer. Las miramos con sorpresa, sin entender cómo han llegado hasta ese lugar que no le corresponde. Es tanto el asombro que normalmente, dejamos de hacer lo que estuviéramos haciendo y nos ponemos a caminar por la casa, tratando de encontrar el mejor sitio donde disfrutar de nuestro tesoro. Pero lo peor es que hay que tomar una decisión. La vida sigue y hay que hacer algo con las cosas que se han quedado fuera de lugar. Algunas personas las tiran a la basura, pensando que el pasado no tiene que asomar su cabeza por el presente. Otras lo clasifican en el estante adecuado y algunas, muy pocas, lo esconden de nuevo en algún cajón o carpeta absurda, con la esperanza de volverlo a descubrir pasados unos años. Pero claro, no es lo mismo, las cosas que desaparecen de nuestras vidas no se planifican y las que nos encontramos tampoco. Con la memoria ocurre lo mismo. De vez en cuando, estamos pensando en la lista de la compra o en un partido de baloncesto y, de repente, abrimos una neurona que hacía tiempo que no visitábamos y nos encontramos con un pensamiento que no sabíamos que estaba en ese sitio. Los recuerdos ocupan poco, pero brillan mucho y una vez descubiertos tampoco se sabe qué hacer con ellos. Ayer, por ejemplo, me vino a la memoria una vez que iba con mi padre en el coche y se dio cuenta de que en el tablero de mandos del coche había una luz encendida. Estuvo conduciendo durante unos kilómetros sin saber si el coche tenía algún problema de aceite o de temperatura. No se detuvo, lo cual es curioso, sino que simplemente miraba la luz, extrañado de su presencia silenciosa en el salpicadero del vehículo. Tampoco a mí me alarmó su existencia porque yo era un crío y no conocía todavía los peligros que puede traer un coche. Así que caminamos un montón de kilómetros hasta que finalmente nos detuvimos a investigar. Permanecimos unos minutos desconcertados, hasta que mi padre descubrió que era el freno de mano el que estaba causando el aviso luminoso. Al parecer no estaba quitado del todo. El caso es que ahora que tengo ese recuerdo yo tampoco puedo poner el freno de mano en mi coche sin recordar a mi padre. Me pregunto además, cómo era posible que no supiera lo que significaba esa luz. A lo mejor mi padre no era buen conductor, a lo mejor yo era demasiado joven para entender nada. Así que ahora no sé qué hacer, por un lado me gusta contemplar este recuerdo absurdo, de un pasado que nunca supe interpretar. Por otro lado me da miedo mirarlo, porque en cierto modo pervierte mi memoria infantil e inocente. Tengo el recuerdo en las manos y me quema los dedos, pero no quiero clasificarlo o tirarlo a la basura, así que lo he dejado escrito en estas líneas con la esperanza de que desaparezca de mi memoria y que quizás en un futuro me lo vuelva a encontrar. O mejor que se lo encuentre mi hija, para que pueda decidir si su padre y su abuelo eran de los que no entendían las señales luminosas de los coches. Porque estoy convencido de que esas cosas se heredan y no hay manera de escapar de ellas, ni aunque ordenemos nuestras casas o nos pongamos lentillas de colores en los ojos.

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