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Nadir

Fantasmas y miradas

No sé si soy un fantasma o la mirada acrílica de mi pasado.
Hace ya muchos años que habito en las pupilas de mi propia imagen.
Obligado a observar la vida a través de ellas, sólo puedo mirar al frente. Desde mis
ojos ligeramente inclinados hacia la derecha contemplo la vida que transcurre
delante de mí, en ese pequeño espacio que mi vista puede abarcar. Todo lo demás
me es ajeno, todo lo demás lo puedo oír y a veces sentir, pero no lo puedo ver.
Cómo me metí dentro de mi propia imagen, es para mi todavía un misterio.
Antes de ser un cuadro, yo era una persona normal, de origen aristocrático,
acostumbrado a mandar y ser obedecido, habituado a la buena mesa y al buen
vino. Mi vida en la alta sociedad era la normal en esa época. Estaba casado y a mi
mujer, la escogí entre las más hermosas jóvenes de aquellas familias que
frecuentaba y así, sin darme cuenta, empezó toda mi maldición.
¿Cómo iba a saber que el pintor era su amante? ¿Cómo iba a sospechar que
me envenenaban lentamente en las comidas mientras iba apareciendo mi retrato
en el lienzo? ¿Cómo iba a suponer que mi mujer era una bruja? La pintura y el
veneno fueron creciendo a la misma vez. Cuando ya estaba a punto de dar el
último suspiro, mis ojos se clavaron en mi propio retrato acabado, que me miraba
con la vista ladeada desde la pared del cuarto. Dejé de vivir y de alguna manera
entré en esas pupilas que ahora, miraban un cuerpo muerto sobre la cama. Cuerpo,
que mi mujer y el pintor tiraron al suelo, para poder gozar sobre el lecho aun
caliente. Muerto, que fue enterrado sin la mirada, que quedó encerrada en estas
pupilas al óleo, que desde ese día contempló a los dos amantes revolcarse a su
salud, mientras dilapidaban mi fortuna y envejecían aparentemente felices de estar
el uno junto al otro.
Pero el cuadro y la mirada de un muerto sobreviven a los vivos, por lo que
también los vi enfadarse, degradarse y morir. Siempre desde la misma pared,
siempre con la mirada ladeada. Con su muerte llegó el olvido y la oscuridad
perpetua, en una habitación cerrada, con los muebles cubiertos de sábanas blancas
y con los años desfilando en un eterno silencio. Acompañado tan sólo por mis
pensamientos, los crujidos de las maderas de la casa y algún pequeño roedor que
de vez en cuando se cruzaba en mi campo visual, ligeramente desviado a la
derecha. Dediqué estos años a meditar, pero incluso un fantasma, tiene un límite
en lo que puede llegar a recordar de su anterior vida. Mi pasado se fue disolviendo,
quedando a merced de la oscuridad que iba invadiendo mi cuerpo, si es que un
fantasma tiene cuerpo, y que fue condenando mi existencia a la soledad más
absoluta que haya conocido un ser vivo o muerto.
El tiempo dejó de tener importancia. ¿Cuántos años pasaron? ¿Cien,
doscientos? ¿Acaso eso importa hoy? El caso es que un día entró la luz en mis ojos.
Ruido, movimientos, gente con ropas extrañas, miradas de soslayo, máquinas
diabólicas, más miradas, más gente, más movimiento. Fui trasladado en algo que
se movía y rugía. Alguien hablaba de un pintor famoso. Alguien hablaba de un
personaje de la nobleza. Todos me observaban. Con ropas diferentes a las que yo
conocía, me analizaban y luego se maravillaban de la luminosidad de mis ojos.
Durante meses, sufrí luces en ellos, manipulaciones extrañas, raras sacudidas,
hasta acabar donde cuelgo hoy. En esta gran mansión que llaman museo, donde
siempre con mi mirada ligeramente ladeada a la derecha, me siento observado,
pero a la misma vez acompañado y cuidado.
He visto pasar muchas modas y he de decir que la de ahora me resulta
chocante. Ya no hay grandes faldas, ni cuellos que te envuelven. Las caras siguen
empolvadas pero con otros colores. Mucha gente adulta viene con pantalones
cortos de colores o con faldas diminutas o comiendo cosas horribles e
indescriptibles. Así que sin querer, observando y escuchando a los mismos que me
miran, me voy modernizando en la medida que un fantasma y su mirada pueden
hacerlo. Durante algunos años tuve un calendario en mi zona de visión y conseguí
aprender a calcular el paso del tiempo. Como fantasma aburrido, no tenía mucho
que hacer, así que una parte de mi cerebro inexistente se dedicaba a contar los
segundos y llevar la cuenta de mi existencia, mientras el resto de mi incorpórea
existencia seguía mirando a través de mis ojos antiguos al mundo que va
cambiando. Así que contando, contando, sé que han pasado cien años desde que
estoy en este museo. ¿Dónde? No lo sé. Pero al menos entiendo el idioma. Lo único
que pasa es que no sé si lo entiendo porque hablan en mi lengua original, el inglés,
o porque los fantasmas entendemos todos los idiomas del mundo. Alguna ventaja
tenía que tener el estar muerto.
Durante estos años he analizado a mis compañeros de sala, los cuadros que
hay frente a mi, para tratar de dilucidar si en su interior se aloja alguna otra alma
que pueda contactar conmigo. Pero lamentablemente, si es así, no he podido
encontrar ninguna. Tampoco ayuda mucho el hecho de tener enfrente un bodegón,
con un trozo de pan dentro de una canastilla y justo donde mi vista se acaba, el
comienzo de un cuadro, del cual puedo ver los cuartos traseros de un caballo y de
su jinete. Ese cuadro siempre me ha intrigado, ya que el caballo es gordo y por lo
poco que se ve del jinete parece de mi época. A lo mejor es el bueno de John, el
Duque de Marlborough. Estoy deseando que los operarios del museo lo muevan,
para poder observar con cuidado su contenido.
A veces, me gustaría ser un fantasma normal como los que alguna vez me
visitan. Fantasmas etéreos que pueden moverse por el mundo, asustando a la
gente, cotilleando en los rincones más oscuros de las casas y no como yo que día a
día sigo encerrado en mis propias pupilas. Sólo soy una mirada eterna, que llora
aceite con pigmentos, para que un restaurador sorprendido corra a arreglarme
como si fuera maquillaje de un actor.
Al menos me he recuperado de la oscuridad posterior a mi muerte y he
podido recordar mi pasado. Con el paso del tiempo he llegado a perdonar a mi
mujer, aunque no al pintor que me dejó la mirada ladeada a la derecha. Maldito
Hayls, encima de que le pagué catorce libras, me dejó encerrado y con la mirada
perdida.
Alguna vez, entre el público que entra al museo, reconozco una figura que
se parece a mi mujer e intento hablarle mentalmente para que se quede un rato
más mirándome. No lo he conseguido nunca, pero una vez, una chica rubia, muy
parecida a ella, se desmayó y luego la oí contar, que había oído voces que le
hablaban. Voces que salían del cuadro.
El caso es que entre la leyenda de las voces y el extraño brillo de mis
pupilas, me convertí en una atracción y mi vida era bastante entretenida dadas las
circunstancias en las que discurría. No me podía quejar, incluso podría decirse que
en esa pared había alcanzado la felicidad o algo muy parecido. Era una gran
estrella, fotografiada y copiada, conocida y admirada, temida y codiciada.
Codiciada, esa ha sido la otra maldición. Hace casi un año que empecé a ver
tipos raros rondando alrededor de mi cuadro. Eran siempre los mismos pero se iban
cambiando de aspecto, con bigotes, pelucas, gafas y tatuajes. Pueden engañar a
los guardias de seguridad, pero no a un fantasma con cientos de años de
experiencia en observar a la gente.
Eran dos hombres y una mujer, y durante mucho tiempo los veía
observarme con ojos codiciosos, valorándome y midiéndome, hasta que al final
ocurrió lo que tenía que ocurrir. Una noche las alarmas sonaron, las luces se
dispararon, mi cuadro sufrió varias sacudidas, mis ojos al fin vieron el jinete, pero
rápidamente sentí como mi cuerpo se doblaba y mis ojos solo alcanzaron a ver la
pintura de mi propio pecho mientras era enrollado y transportado a gran velocidad.
Otra vez la oscuridad rodeó mis ojos. Otra vez el recuerdo de las sábanas
blancas rondaron por mi mente inexistente. Durante un tiempo indescifrable la
nada se apoderó de mí, desgastándome y degradándome, hasta que un día volví a
sentirme girar, volví a ver la pintura de mi pecho y volví a sentir el ruido y el
movimiento que me indicaban que iba a ser colgado. Con gran expectación, cerré
los ojos, esperando tranquilizarme para abrirlos y ver donde estaba. Cuando ya no
noté mas ruidos ni movimientos, alcé mi mirada y me encontré frente a uno de los
hombres que habían rondado por el museo. Moreno y de grandes cejas oscuras, me
miraba envuelto en su albornoz, sonriendo satisfecho. Ahora sin disfraces y
fumando un puro, su cara me resultaba repulsiva y todo mi no ser, se revolvió
dentro de las maderas de mi marco.
Estaba en un gran salón. Su dueño debía ser un ladrón o un comprador de
obras de arte robadas por encargo. No tenía importancia. La habitación era oscura
y de un gusto dudoso y aunque al principio tuve algunas visitas, en poco tiempo
pasé a estar prácticamente sólo. Una vez a la semana entraba una chica rubia,
parecida también a mi mujer, seguida de una especie de gorila de seguridad. La
chica se encargaba de quitar el poco polvo que había caído en esa habitación
cerrada y sin ventanas donde me hallaba. Ella me miraba disimuladamente y yo la
observaba cuando se cruzaba en mi campo de visión, ligeramente desviada a la
derecha. Mi alma inmortal saltó dentro de mis pupilas, al concebir esperanzas de
poder escapar de aquella sala tan lúgubre.
Mi plan era sencillo e improbable. Hablar con la chica rubia y hacerle saber
que había sido robado, que por favor avisara a la policía. Durante meses estuve
intentando contactar con ella, pero no lo conseguí. Sin embargo si logré que se
desmayara el gorila que la vigilaba, y que durante unos instantes, que me
parecieron eternos, la chica se acercara con el deseo escrito en sus ojos y me
acariciara con sus manos mis mejillas y mi boca. Sorprendido, pero abatido caí en
una profunda y lamentable tristeza. Mi futuro se teñía de tinieblas y recuerdos de
sábanas blancas.
Mi vida empeoró claramente. Mi cuarto oscuro se me hizo insufrible y mi
existencia como cuadro o como mirada fantasma se deterioró de tal modo que al
final tuvieron que llamar a un restaurador de cuadros. Mis colores se habían vuelto
llorosos y grises como mi existencia. Vuelta a descolgarme, vuelta a moverme.
Luces en los ojos, manipulaciones varias y yo por dentro muriéndome cada día un
poco más. El restaurador, después de mucho manipularme, le informó al dueño que
el cuadro sufría una tremenda depresión por encontrarse fuera del museo que era
su hogar. Que debía deshacerse del cuadro o este se disolvería en su propia
melancolía.
Gritos, aspavientos, insultos, miradas furiosas. Vuelta a los dobleces. Mi
cuadro y mi mirada fuimos condenados a un vertedero. Enrollado como un vulgar
papel usado, oliendo a basura, mi cuerpo de fantasma se desintegraba en el olvido
y en la miseria. Mil olores fétidos más tarde, mis ojos, ladeados para la derecha, se
entornaron al recibir la sacudida de un mendigo que nos miraba con codicia.
Codicia, esta vez se tornó en salvación. El mendigo fue corriendo a la policía
solicitando la recompensa y yo, cuidado y mimado, hasta volver a colgar en la
pared que se ha convertido en mi hogar.
Enfrente mi bodegón. A un lado las posaderas de un caballo, que ahora sé
que pertenecía a mi amigo John y de frente la gente. Gente que hace que mi
existencia tenga un sentido. Chicas rubias que me miran con deseo. Restauradores
que se acercan a guiñarme un ojo. Hombres codiciosos que me anhelan, amantes,
enemigos, fantasmas que me sonríen. Todos desfilan ante mi mirada ladeada hacia
al lado derecho. Mirada, por fin serena y tranquila, con la seguridad de estar en
casa.

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