Saltos
Dedicamos la mayor parte de nuestros miedos y de nuestras energías a acontecimientos con los que nunca tendremos que enfrentarnos. La mente es como un gran videojuego donde pasamos horas y horas enganchados sin saber como desconectarnos.
La televisión es simplemente un sustituto tecnológico y dentro de ésta, los juegos olímpicos son una medicina alucinógena que nos atrapa sin remedio. Contemplar las evoluciones de los deportistas sentados en nuestros sillones es una de las tareas más gratas que existen, sobre todo si es verano y el calor nos impide hasta pensar. El caso es que al ver los saltos sobre el suelo y el vértigo de la Fórmula 1, me ha estallado un recuerdo en la cabeza. Los atletas dan varios giros mortales antes de caer en la lona y al verlos girar me he acordado de mi padre que durante muchos años estuvo practicando un deporte virtual de esos que nunca se utilizan pero que entretienen. Su especialidad era el diseño del salto que tendría que hacer en caso de que le atropellara un coche.
Cada vez que tenía un minuto libre, mi padre se sentaba en un sillón y pensaba sobre su ejercicio. Tenía la teoría de que lo mejor era intentar saltar sobre el capó del coche para así darle tiempo a frenar y rodar por encima de la carrocería sin sufrir muchos daños. Algunos días practicaba en el interior de su cabeza lanzándose estirado sobre un lado, mientras que otras veces se encogía como una pelota y saltaba en vertical tratando que el morro del coche pasara por debajo de su cuerpo.
Los entrenamientos son eso, repetir miles de veces el mismo movimiento hasta que uno consigue ejecutarlo a la perfección sin pensar en él. Mi padre no participó en ninguna olimpiada porque ese tipo de saltos todavía no han sido incluidos por la federación dentro de sus pruebas, pero pasó la mitad de su vida adulta diseñando el ejercicio perfecto. Nunca desistió en su esfuerzo a pesar del poco reconocimiento de crítica y público, supongo que debido a que nunca salió de su cabeza para comentarlo en conversaciones con sus amistades. Pasaron los años y mi padre se hizo mayor, incluso viejo, incluso insoportable. Ya no mejoraba sus marcas pero al menos se mantenía activo. Había logrado una ejecución mental perfecta de su propio ejercicio.
Un día, al cruzar un paso de cebra tuvo que participar en una olimpiada donde la medalla de oro era la vida y el resto de los premios eran la muerte, la invalidez o el hospital. Mi padre ya no era un crío, pero estaba bien entrenado. Seguro que sonrió al ver venir el coche, que cegado por la luz del sol del atardecer no lo había visto cruzar el paso de cebra y entonces saltó. Saltó como siempre había soñado, repitió en la realidad los ejercicios que había ejecutado miles de veces en su cabeza. Saltó por encima del capó y rodó como un atleta, mientras el público gritaba de la emoción y miedo. Los jueces lo calificaron con un diez y le dieron la medalla de oro. Siguió vivo y satisfecho de sus entrenamientos. Nunca lo ví mirando en la tele las olimpiadas, porque él tenía sus propios deportes y no necesitaba que nadie se los metiera por los ojos. Después de la medalla en salto de coche estuvo entrenando una nueva especialidad que él denominaba salto del ascensor en caída libre. Practicaba todos los días cuando subía a su casa y al parecer soñaba con unos movimientos que nadie había hecho con anterioridad. Yo le decía que los ascensores tiene un sistema que les impide caer, pero él me miraba, sonreía y movía la cabeza con resignación. Después, me respondía que si fuera fácil no estaría entrenando tantas horas al día. Abro los ojos y sigo aquí, soñando su salto más difícil, mientras que yo no tengo más remedio que encender la tele y ver las olimpiadas o la Fórmula 1. Donde quiera que esté, seguirá entrenando saltos para vencer a su propia historia. Seguro...
La televisión es simplemente un sustituto tecnológico y dentro de ésta, los juegos olímpicos son una medicina alucinógena que nos atrapa sin remedio. Contemplar las evoluciones de los deportistas sentados en nuestros sillones es una de las tareas más gratas que existen, sobre todo si es verano y el calor nos impide hasta pensar. El caso es que al ver los saltos sobre el suelo y el vértigo de la Fórmula 1, me ha estallado un recuerdo en la cabeza. Los atletas dan varios giros mortales antes de caer en la lona y al verlos girar me he acordado de mi padre que durante muchos años estuvo practicando un deporte virtual de esos que nunca se utilizan pero que entretienen. Su especialidad era el diseño del salto que tendría que hacer en caso de que le atropellara un coche.
Cada vez que tenía un minuto libre, mi padre se sentaba en un sillón y pensaba sobre su ejercicio. Tenía la teoría de que lo mejor era intentar saltar sobre el capó del coche para así darle tiempo a frenar y rodar por encima de la carrocería sin sufrir muchos daños. Algunos días practicaba en el interior de su cabeza lanzándose estirado sobre un lado, mientras que otras veces se encogía como una pelota y saltaba en vertical tratando que el morro del coche pasara por debajo de su cuerpo.
Los entrenamientos son eso, repetir miles de veces el mismo movimiento hasta que uno consigue ejecutarlo a la perfección sin pensar en él. Mi padre no participó en ninguna olimpiada porque ese tipo de saltos todavía no han sido incluidos por la federación dentro de sus pruebas, pero pasó la mitad de su vida adulta diseñando el ejercicio perfecto. Nunca desistió en su esfuerzo a pesar del poco reconocimiento de crítica y público, supongo que debido a que nunca salió de su cabeza para comentarlo en conversaciones con sus amistades. Pasaron los años y mi padre se hizo mayor, incluso viejo, incluso insoportable. Ya no mejoraba sus marcas pero al menos se mantenía activo. Había logrado una ejecución mental perfecta de su propio ejercicio.
Un día, al cruzar un paso de cebra tuvo que participar en una olimpiada donde la medalla de oro era la vida y el resto de los premios eran la muerte, la invalidez o el hospital. Mi padre ya no era un crío, pero estaba bien entrenado. Seguro que sonrió al ver venir el coche, que cegado por la luz del sol del atardecer no lo había visto cruzar el paso de cebra y entonces saltó. Saltó como siempre había soñado, repitió en la realidad los ejercicios que había ejecutado miles de veces en su cabeza. Saltó por encima del capó y rodó como un atleta, mientras el público gritaba de la emoción y miedo. Los jueces lo calificaron con un diez y le dieron la medalla de oro. Siguió vivo y satisfecho de sus entrenamientos. Nunca lo ví mirando en la tele las olimpiadas, porque él tenía sus propios deportes y no necesitaba que nadie se los metiera por los ojos. Después de la medalla en salto de coche estuvo entrenando una nueva especialidad que él denominaba salto del ascensor en caída libre. Practicaba todos los días cuando subía a su casa y al parecer soñaba con unos movimientos que nadie había hecho con anterioridad. Yo le decía que los ascensores tiene un sistema que les impide caer, pero él me miraba, sonreía y movía la cabeza con resignación. Después, me respondía que si fuera fácil no estaría entrenando tantas horas al día. Abro los ojos y sigo aquí, soñando su salto más difícil, mientras que yo no tengo más remedio que encender la tele y ver las olimpiadas o la Fórmula 1. Donde quiera que esté, seguirá entrenando saltos para vencer a su propia historia. Seguro...
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