Retratos
Somos de lo que no hay. Queremos medirnos con Dios y hacemos el mundo a imagen y semejanza nuestras. Hay excepciones: el Islam prohíbe expresamente la representación icónica de Allah o de su profeta; el Creador es incognoscible e innombrable; por eso en las mezquitas los elementos decorativos son motivos geométricos o textos en escritura cúfica, pero nunca adoptan formas humanas ni animales. Otras culturas en cambio se nutren de imágenes. El catolicismo mayormente padece una superpoblación empachosa de ídolos. Se pirra por dolorosas a tamaño natural, por cristos yacientes reales como la vida misma, por beatos derramando lisura, y cada santo, cada apóstol, cada mártir tiene su galería de retratos. Las iglesias parecen aulas de anatomía patológica, llenas de nazarenos escuálidos con el corazón en la mano o en mitad del pecho. Los retablos y los frontispicios están más concurridos que un estadio en domingo. La historia del arte occidental está toda apelotonada de efigies, bustos y estatuas que representaban primero la piedad religiosa: anunciaciones, descensos de cruces, lavados de pies o últimas cenas; luego a los grandes del mundo: emperadores, reyes y cortesanos; y poco a poco a todos los contemporáneos del artista, materializados en los más variados quehaceres y posturas. Más tarde los daguerrotipos y el cinematógrafo tomaron el relevo, hasta el advenimiento de la publicidad y la televisión. Y ahora los presentadores de reality shows, los modelos publicitarios, los cuerpos danone, los guapos de aftershave o los bebés dodotis forman parte de la familia. Vivimos rodeados de convecinos y de extraños, de vivos y de fantasmas, y nos nutrimos de sus imágenes. Las feministas, que son unas gazmoñas, denuncian la exagerada importancia que se le da al cuerpo humano, cuando llevamos siglos de siglos ensalzándolo en la basílica y en la cama, en los museos y en las vallas publicitarias, en las plazas con estatua ecuestre y en las fuentes con náyades y tritones.
Necesitamos por encima de todo detener el tiempo voraz, inmortalizar el instante, congelar la existencia para irla consumiendo en porciones. El turismo se ha convertido en un pretexto frenético para retratarse al lado de cualquier cosa; el imperativo no es tanto ver mundo como regresar a casa con las instantáneas del menda en calzón corto delante del kremlin o margullendo en las cataratas. Conmemoramos en vídeo los pucheros de nuestros hijos, sus dientes de leche, sus primeros pasos, a sabiendas de que más tarde el rey de la casa se convertirá en un gandul lleno de granos purulentos. Aflojamos sumas astronómicas por las fotos del día de nuestra boda, pero luego no consta que en caso de divorcio haya litigio alguno por dirimir quién se queda con las reliquias del chasco.
¿Por qué entonces obstinarnos en perpetuar la fugacidad? ¿Será porque todo se acaba? ¿Por qué la infancia pasa, pasa el amor, pasa el juego, la vida pasa, y hasta el recuerdo? Sartre se inventó aquello de que "el infierno son los otros" porque intuía que los seres humanos necesitamos reconocernos en la mirada ajena. Pero nadie sabe cuándo le sonríe por última vez a un objetivo. Nadie alcanza a saber cuándo se contempla por última vez en la mirada del otro. Al final los ídolos se los lleva el agua y sólo quedan los sueños. Y ni siquiera se pueden alquilar en un blockbuster.
Necesitamos por encima de todo detener el tiempo voraz, inmortalizar el instante, congelar la existencia para irla consumiendo en porciones. El turismo se ha convertido en un pretexto frenético para retratarse al lado de cualquier cosa; el imperativo no es tanto ver mundo como regresar a casa con las instantáneas del menda en calzón corto delante del kremlin o margullendo en las cataratas. Conmemoramos en vídeo los pucheros de nuestros hijos, sus dientes de leche, sus primeros pasos, a sabiendas de que más tarde el rey de la casa se convertirá en un gandul lleno de granos purulentos. Aflojamos sumas astronómicas por las fotos del día de nuestra boda, pero luego no consta que en caso de divorcio haya litigio alguno por dirimir quién se queda con las reliquias del chasco.
¿Por qué entonces obstinarnos en perpetuar la fugacidad? ¿Será porque todo se acaba? ¿Por qué la infancia pasa, pasa el amor, pasa el juego, la vida pasa, y hasta el recuerdo? Sartre se inventó aquello de que "el infierno son los otros" porque intuía que los seres humanos necesitamos reconocernos en la mirada ajena. Pero nadie sabe cuándo le sonríe por última vez a un objetivo. Nadie alcanza a saber cuándo se contempla por última vez en la mirada del otro. Al final los ídolos se los lleva el agua y sólo quedan los sueños. Y ni siquiera se pueden alquilar en un blockbuster.
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