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Nadir

Caracoles

Cuando era pequeño me tragué la cáscara de un caracol gigante. Al parecer me atraganté y empecé a ponerme de color granate oscuro. Para recuperar la tonalidad original de mi rostro tuvieron que cogerme de los pies, colgarme boca abajo y de ese modo permitir que el esqueleto de caracol escapara de mi garganta. La operación de salvamento doméstico salió bien y mi cara recuperó el tono rosáceo correspondiente a mi edad. Lo que nadie sabe es que aunque la cáscara de caracol fue expulsada de mi cuerpo, el alma inmortal del bicho se aposentó en mis entrañas como un inquilino fantasmal. Vivir con la sombra de un caracol en los intestinos no es fácil. Mis digestiones son lentas, mis pensamientos calcáreos y mi vida una espiral sin sentido. Pero lo peor de todo es que soy un caso extraño. Porque en el mundo, hay muchas personas que viven aisladas en sus conchas de marfil, como caracoles humanos protegidos de las inclemencias del tiempo, pero pocas las que viven con el fantasma de una babosa en su interior. Una vez fui al médico a ver si me podía operar de la cáscara, pero después de hacerme una radiografía me recomendó que visitara un psiquiatra. Tarde un tiempo en decidirme, pero al final lo hice y entonces me sentó en un sillón y me preguntó por mis angustias. Al parecer, según las teorías más modernas de la psiquiatría, las penas tienden a arrastrase por los intestinos y pueden esconderse en cualquier concha abandonada que encuentren. Me auscultó con una cuchara y me dijo que mi problema era que la cáscara fantasma del caracol infantil había sido invadida por angustias adultas y, por eso mis constantes vitales se habían ralentizado. Al escuchar el diagnóstico lo entendí todo. Ahora podría explicarle a mi madre que si era lento al fregar los platos, no era por desidia machista, sino por caracoles fosilizados en mi interior. Esa era la parte buena, la mala era que al parecer no había manera de sacar esa sombra de babosa de mi interior y que lo único que podía hacer para evitar que las penas se instalaran en ella era tratar de cobrarles alquiler o rellenarlas de otra cosa. La idea de alquilar la concha me pareció interesante pero al parecer las transferencias monetarias entre el interior del cuerpo y mi cuenta bancaria no eran cosa fácil, así que me decanté por rellenar la concha de alguna otra sustancia. Claro que primero tenía que expulsar la pena y para ello hablé con varios abogados. Todos me dijeron que la ley estaba de mi parte, pero que el proceso sería largo y costoso. Lo mejor, era conseguir que se marchara por su propio pie y aprovechar ese momento para cambiar la cerradura o meter otro inquilino. El médico me aconsejó que eligiera con cuidado el relleno, porque podía influir en mi estado físico y mental. Me encontraba en una situación apurada, por un lado necesitaba echar a una pena y por otro necesitaba encontrar un sustituto que ocupara esa sombra espiral que habitaba en mi interior. Mi madre me dijo que a lo mejor si me colgaba de la lámpara por los pies podría expulsar la angustia por la boca y ella me podría rellenar de algodón rosa. La idea parecía buena, pero a mí me sonó como que ella pretendía cobrar mi seguro de vida, así que le dije que no, pero con angustia y lentitud, claro. Rellenar un caracol es una cosa extraña, sobre todo cuando ese bicho es tu propio relleno. Aproveché las navidades para encontrar ilusiones olvidadas y en un descuido de mi angustia las metí en el interior de ese caparazón espiral que estropeaba mis digestiones. Dice mi madre que desde hace unos días parezco diferente y yo sonrío satisfecho, burbujeante, porque la cara es el espejo de la babosa que todos llevamos dentro.

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