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Nadir

Curvas

Vivimos en un mundo contradictorio. Las curvas triunfan en la arquitectura, en los objetos cotidianos y en la naturaleza, pero sin embargo, los seres humanos no queremos nada doblado. Los hombres quieren estar cuadrados, las mujeres afiladas.
Los casados le temen a la curva de la felicidad, los solteros beben cubatas o botellones. Las carreteras se convierten en autopistas, las arrugas ya no son bellas y el cutis tiene que estar estirado y rectilíneo. El diseño gráfico se ha poblado de letras redondas, igual que los museos, los auditorios y los puentes.
Las letras rectas, romanas y sencillas ya no le gustan a nadie, las casas cuadradas son para los pobres de espíritu y monedero. Los coches parecen guisantes con ruedas, los electrodomésticos se doblan en las esquinas. El mundo parece curvo pero la moral cada vez es más recta, más unidireccional. Las vidas paralelas solo se mezclan en el infinito o en el infierno, que a lo mejor es lo mismo.
La grasa se está cambiando por el músculo, la grassia por la eficassia, la hamaca por el tatami, la arruga por el bisturí. Los hombres y las mujeres redondas empiezan a ser un grupo discriminado, una raza aparte, personajes fracasados en un mundo de rectitud adelgazada. Los gordos son enfermos, las caderas anchas una aberración, los pechos de silicona, los bíceps de plastilina, las cabezas de cartón. Los turistas caminan en masa a los nuevos templos de las curvas, lugares donde rezar a un Dios antiguo y doblado que nada tiene que ver con la rectitud del mercado.
Porque Gaudí era un loco que llenó de curvas su Sagrada Familia, y todo el mundo sabe que Dios es recto, y que no encaja en ese edificio que parece un bosque, un atentado a la moral, un sacrilegio de piedra, una pesadilla retorcida en columnas de colores. Pero la gente camina en masa para contemplarla, porque sus vidas rectilíneas y paralelas son aburridas, son predecibles y conducen al infierno de la indiferencia. Contemplan las espirales y se hacen cruces sobre el pecho mientras bailan la curva de la felicidad. Sobre todo las mujeres, esclavas de su propia línea, servidoras de las arrugas, enemigas de las espirales de grasa y chocolate, sobre todo ellas, bailan y miran al cielo, donde las nubes se resisten a ser cuadradas y la luna se empeña en ser redonda.
Porque las curvas de las mujeres, se refugian en el cielo y en las películas antiguas. En esas cintas existen hombres y mujeres cuyas miradas todavía parecen vivas, cuyos dientes no siguen la línea recta, cuyas narices tienen formas caprichosas. Las películas de antes son como la Sagrada Familia de Gaudí, un templo al que acudir cuando no se puede soportar la rectitud de nuestra vida. Un lugar donde llorar gotas de agua sin forma, una matriz cálida donde protegernos de las autopistas y los teléfonos móviles. Somos una generación recta, que no admite las concavidades, que no tolera los huecos, que no permite la desidia ni la arruga. Somos una generación de delgados, que hemos abierto la puerta de los armarios, para sacar el sexo y meter en ellos a los gordos y a los curvos, a los feos y a los viejos. La muerte es torcida, la vida es recta, una línea paralela que no pasa por ningún sitio, una esclavitud geométrica que sólo permite escapadas para ver monumentos, museos o películas antiguas. Las muerte está en el armario, ha dejado de existir, igual que la angustia y el fracaso, igual que las curvas o las carreteras comarcales.
Pero en realidad somos una doble hélice, un trozo de ADN convertido en persona que por alguna extraña razón hemos decidido enderezar. Aceptemos nuestras curvas y dejemos que se ventilen los armarios porque de esa manera quizás podamos disfrutar de las nubes, del cielo y de las espirales de pensamientos que llevamos en las cabezas

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