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Nadir

Barranco

Otra vez corren los barrancos, y allí enfrente, a un tiro de piedra de mi ventana, se desangra de nuevo el barranco de Santos, que gorgotea su fango al entrar en el océano. Recuerdo el romance de Gerardo Diego, el romance que hace treinta años se sabían miles de futuros bachilleres: Río Duero, río Duero,/nadie a acompañarte baja;/ nadie se detiene a oír/ tu eterna estrofa de agua. Pero Gerardo Diego en particular, y la poesía en general, se han transformado en ríos silentes que ya no visitan los escolares ni en los exámenes ni en los recreos. En Canarias nos hemos acostumbrado a no escuchar a los barrancos. No los escuchamos ni al construir en sus lechos o sus paredes, ni al preparar unos Carnavales, ni al resignarnos al doloroso espectáculo de miles de litros de agua miserablemente perdidos en el mar.
Hace mucho tiempo no corrían los barrancos en Carnavales. Como no soy un especialista en patología tan compleja y abstrusa, no sé si los Carnavales chicharreros están muriendo, se han muerto ya o comienzan a agonizar. Ignoro si la Sardina ha muerto carbonizada o simplemente ahogada. Todo este debate se me antoja ligeramente esquizofrénico, y admito mi participación en la bobería quejicosa y multitudinaria. No nos ponen música y somos incapaces de ponerla nosotros. No nos sirven copas en una esquina y olvidamos todos esa milagrosa compañera, la petaca, y los pibitos, que practican el botellón todos los fines de semana del año, se sienten repentinamente perdidos y descangallados porque El Águila no ha abierto sus puertas. Caen chaparrones en invierno y, entre agoreros comentarios sobre los peligros del cambio climático, nos enfurecemos porque la lluvia y el viento nos impiden seguir bailando y bebiendo hasta el amanecer. Existe una contradicción insalvable -y a ratos grotesca- en los que proclaman que los Carnavales son del pueblo, una ceremonia a su imagen y semejanza, y simultáneamente insisten en que los carnavales están siendo sacrificados, maltratados, asesinados. La única respuesta apunta a que somos nosotros mismos los que estrangulamos el Carnaval con nuestras paridas, nuestras comodidades, nuestro adocenamiento y nuestro dramático narcisismo.
El agua por el barranco se ha amansado de nuevo. Por allí baja ahora, entre basuras y cantizales, una concejal de Obras del Ayuntamiento de Telde, pero nadie quiere verlo. Es simplemente un caso más, ¿o no? Indiferente o cobarde, /la ciudad vuelve la espalda,/ No quiere ver en tu espejo,/su muralla desdentada.

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