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Nadir

Panes

Hubo un tiempo en el que comía un solo tipo de pan. El panadero llevaba las barras a mi casa y mi madre las almacenaba en una bolsa de tela que colgaba detrás de la puerta de la cocina. El pan, era el alimento sagrado que se conservaba de un día a otro como si fuera un tesoro.
Durante muchos años mi única preocupación era saber si tendría pan duro o tierno a la hora de la comida. Hasta que llegaba el verano, porque entonces aparecía el pan del campo con el que hacíamos las tostadas del desayuno. De corteza oscura y forma redondeada, todo el mundo parecía valorarlo mucho más que a las barras blancas y estiradas que poblaban mi invierno panadero. Así que, disfrutábamos de esa simplicidad y de esas rutinas en nuestra alimentación. Mi mundo seguía regido, igual que el de mis padres y mis abuelos, por ciclos y estaciones, pero sobre todo por la escasez de opciones a la hora de elegir.
Lo bueno, es que yo no me daba cuenta y por eso disfrutaba al ir al supermercado y comprar un pan que parecía un escudo o una barra con la que jugar a los mosqueteros. Pero entonces, casi con veinte años, me fui a vivir a Inglaterra y allí descubrí que el pan que yo comía se llamaba pan francés. Mi pan, el de mi casa, era original de Francia y yo en mi inocencia pensaba que era el clásico de mi barrio o de mi ciudad. Los ingleses comían pan de molde y los alemanes estaban tan orgullosos de su pan negro que incluso lo llevaban en la maleta.
De repente me encontré huérfano de pan, me di cuenta que el mundo era amplio y que yo no tenía nada que ofrecer. Quizás un pan del campo, pero a mis ojos esa variedad parecía el hermano pobre de las hogazas alemanas, oscuras y repletas de granos misteriosos.
Mi visión del mundo se derrumbó me hice mayor sabiendo que ya siempre sería un apátrida del pan. El mundo entonces empezó a girar, apareció internet y a la misma vez, quizás por simple casualidad, las boutiques del pan. De repente las panaderías se habían convertido en tiendas de lujo donde uno podía entrar y admirar el género de las estanterías.
Claro que al principio lo único que cambió fue el envoltorio de madera de los locales, porque el contenido seguía igual que pobre de antes, salvo por la aparición de unos tristes panes integrales que servían de justificación a la palabra boutique. Pero el germen del cambio estaba plantado y mientras los teléfonos móviles hacían su aparición estelar en el mundo, las panaderías continuaban su humilde transformación. La gente, deslumbrada por el brillo de la tecnología, no se percató del proceso hasta que ya era inevitable y ahora con el euro en nuestros bolsillos, por fin podemos elegir el pan nuestro de cada día.
Por desgracia yo sigo siendo un apátrida, un huérfano que ahora solo encuentra consuelo en la variedad y en el viaje. Dependiendo del día, del humor o de las ganas me decanto por un tipo u otro. Visito las panaderías, pruebo nuevos sabores, combino cereales, tamaños y colores. Soy un sibarita del pan aunque en realidad soy huérfano de una patria con miga y corteza caliente. He probado el pan de nueces, el sobado, el de cereales, el de maíz, el de semillas, el redondo, el cuadrado, el negro, el blanco, el de Viena, el Francés, el árabe, el pita, el indio, el de leche, el de leña, el casero, el congelado, y nunca me sacio.
Disfruto de la variedad, pero a veces me saturo y necesito pensar en esa bolsa de tela escondida detrás de la puerta de la cocina. Porque hubo un tiempo en el que comía un solo tipo de pan y en su interior había algo más que miga.

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