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Nadir

Fumando, bebiendo, roncando

Ningún decreto ha revuelto a la basca tan hondamente, ninguna ordenanza de ámbito supraregional ha calentado tanto los ánimos, ningún estatuto le ha tocado tanto las narices al personal (ni siquiera el de Cataluña, mal que le bruña al PP), como la rutilante ley antitabaco. Normal: los estatuts no sirven para aliviar tensión en los momentos de acongojada espera, los estatuts no suelen acompañar al café y la copa en la sobremesa de una comilona, nadie (que se sepa) se ha fumado nunca un estatut después de una ardiente sesión de práctica erótica. En cambio los cigarros, antes de convertirse en esa sustancia letal susceptible de arrastrar a medio mundo hacia un suicidio anunciado y colectivo, simbolizaban el placer, la pausa, la reflexión, la recompensa: encender un cigarro entretiene, consuela, estimula, sosiega, y a los fumadores les cuesta renunciar a tanta ricura. Los no fumadores, por contra, no veían llegar el momento de desquitarse, hartos de fumar en pipa ajena, de gastar en colirio (conjuntivitis del fumador pasivo) o en tintorería (tufo a nicotina), y de ir de intransigentes y de exaltados por la vida cuando se quejaban porque un prójimo les echaba el humo en la cara.
Como sucede siempre con las leyes jurídicas o naturales que nos golpean en lo más sagrado, nos ponemos violentamente a favor (los beneficiarios) o en contra (los damnificados). Pero esta ley debe de ser mala de solemnidad, porque no satisface a nadie: ni a los fumadores, que la han recibido como un recorte a sus libertades individuales y una intromisión en su privacidad (equivocadamente, puesto que la ley sólo prohíbe fumar en lugares cerrados y centros de trabajo, y no interfiere con el derecho de cada cual a tupirse a nicotina en su casa, en la calle, o en el bar de la esquina, que con toda seguridad se habrá decantado a favor del consumo de tabaco); ni a los no fumadores, porque es lo suficientemente laxa como para que sigan tragando alquitrán, catecoles y óxido de carbono (con pasividad, eso sí) cada vez que quieren o deben relacionarse con sus semejantes en locales de ocio, en cafés, restaurantes, discotecas, y en ese amplio etcétera que nunca falta en España.
Antes, los malababas, los fundamentalistas, los palizas eran los no fumadores. Ahora, los proscritos, los estigmatizados, los indeseables, son los que fuman. ¿Para cuándo la regulación de todas las demás flaquezas humanas? Porque quien más, quien menos, todos tenemos tachaduras y lacras. Unos se arriman a la ginebra y otras a los culebrones, unas van de ludópatas y otros de vigoréxicos, algunas son compradoras compulsivas, otros roncan que se las pelan, éste le da al onanismo, ése le pega a los decibelios, aquél a la política... Que tire la primera piedra el que se tenga ganado el paraíso por la vía de la abstinencia. De lo que se trata, con leyes o sin ellas, es de no avasallar al vecino de casa, de asiento, de despacho, o de barra. Con tabaco, peste a sudor, a perfume napalm, a golpes de reggaeton o hablando del estatut. Cada cual en su vicio y Hacienda en el de todos.

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