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Nadir

Paraguas

Casi siempre he vivido en sitios donde llueve poco. Lugares donde los paraguas son objeto de veneración, almacenados en la entrada de las casas, a la espera del raro momento en el que son necesarios para cumplir la misión para la que fueron creados. En esos lugares, pasear con un paraguas en la mano es todavía un gesto de distinción o de clase. Apoyarse en uno de ellos mientras se habla, un gesto de elegancia y señorío. Igual que mirar llover a través de las ventanas o decidir no salir a la calle porque caen unas gotas. He vivido siempre en mundos extraños y secos, donde la mayor parte de las veces se sale con un paraguas y se vuelve sin él. A lo largo de mi vida he perdido muchos, tantos como veces me ha cogido la lluvia sin su protección, tantos como miradas acuosas he dejado escapar por mis ventanas. Por eso me gusta ver caer el agua desde el cielo, porque en cierto modo tengo alma de beduino. Por eso soy feliz cuando tengo que comprar paraguas o pasear con un impermeable puesto. He vivido inundaciones mentales y tormentas de ideas, pero siempre me he sentido contento al contemplar la lluvia, incluso cuando estaba cayendo sobre mi cabeza desprotegida. Pero en los últimos tiempos, los paraguas pasan por mi vida sin dejar huella. Entran y salen a una velocidad que no termina de gustarme. He comprado uno en cada ciudad en la que me ha llovido. Los he perdido cada vez que el cielo amenazaba lluvia y yo por previsión lo he cogido al salir. Cada vez compro paraguas peores, en tiendas de todo a cien, y poco a poco me siento como si estuviese utilizando kleenex, como si ese objeto venerable de repente se hubiese convertido en algo de usar y tirar. Incluso la lluvia parece de usar y tirar. Ahora la sequía ha llegado a todos los lugares del planeta, el desierto se está globalizando y los paraguas se producen en China, como los niños y el agua de la lluvia. Miro las nubes que cruzan por encima de mis pestañas y me pregunto si hoy lloverá o si perderé un paraguas. Me pregunto si sería mejor quedarme en casa mirando las lágrimas que caen desde el cielo o salir y mojarme el cuero cabelludo con agua bendita fabricada en Asia. Al final, me animo, rebusco entre los paraguas, elijo uno plegable que cabe un bolsillo y salgo a perderlo o a entregárselo a un mendigo. Pero los pobres ya no quieren limosnas, porque nunca llueve a gusto de todo y ellos son los primeros en saberlo. Hoy he intentado perder el paraguas en tres bares y en dos comercios, pero los camareros o los dependientes me han perseguido para entregármelo en ofrenda ritual. Yo les doy las gracias, pero en mi interior llueven lágrimas de desierto, agua de nostalgia de un tiempo donde la lluvia era más espesa y mi corazón más blando. He tirado el artilugio en un contenedor, pero un vecino me ha denunciado por no reciclar basura y mezclarlo con las cáscaras de las nueces que me había comido esta tarde. Así que ahora he abierto todos los paraguas en el interior de mi casa y he abierto la ducha un rato, para escuchar el agua y llorar a gusto. He cerrado uno de ellos alrededor de mi cabeza y quizás si permanezco mucho tiempo en esta posición cuando abra los ojos el mundo será como a mí me gusta. Tengo la sensación de que escucho truenos, pero a lo mejor son gritos o granizo o mi corazón desbocado por la nieve oscura que cae de mi lámpara. Pero no pasa nada, porque casi siempre he vivido en sitios donde llueve poco. Lugares donde los paraguas son lágrimas de un sol de cartón.

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