Pedales
Me gustaría ser dentista, pero sólo soy una persona con los dientes picados y sin luz en el comedor. Estoy buscando una lámpara de las que, para encenderse, disponga de un tirador de esos de bolitas, como los que tiene mi madre en su casa, pero que al parecer ya no existen en el mercado. Lo que se lleva es encender las lámparas con el pie. Un sistema curioso, porque es de los pocos electrodomésticos que funcionan de esa manera. Me recuerda al sillón de un odontólogo, que pese a no ser un electrodoméstico también funciona con el pie. Claro que en el caso de mi dentista tiene sentido que utilice sus piernas para controlar las taladradoras de dientes. Al fin y al cabo tiene las manos ocupadas en mi boca y lo último que me gustaría es que tuviera que utilizarlas para encender y apagar esos aparatos de tortura. El caso es que no hay manera de comprar lámparas que se enciendan con la mano, supongo que porque de alguna manera todos nos hemos vuelto dentistas y tenemos las manos ocupadas con otras cosas más importantes. Por desgracia mis manos suelen estar libres y deseosas de encender o apagar cosas, así que debo ser una especie en vías de extinción. Como los trenes que también se encienden y apagan con los pies. Al parecer, los maquinistas tienen que estar pulsando un pedal en continuo porque si no lo hacen el tren se detiene. Según me explicaron era para asegurarse de que la persona al frente del convoy estaba vivita y coleando. Tiene su gracia pero nada que ver con mi lámpara, ya que los electrodomésticos de una casa pueden estar funcionando sin problemas aunque el dueño haya fallecido hace meses. Quizás sería una buena idea incorporar el sistema de los trenes a las televisiones, o a los mandos a distancia, pero por desgracia seguiría añorando mi cadena de bolitas para encender la luz de mi comedor. Porque mi casa, que es de segunda mano, está llena de luces halógenas y cuando pulso el interruptor parece que los cielos se abren y brillan sobre mi cabeza sin pelo, cegándome los ojos, el alma y los dientes picados que mi dentista repara con los pies. Así que estoy tratando de comprar una lámpara de esas de pata, que no se enciende con el pie, valga la redundancia, pero no hay manera de lograrlo porque al parecer todos somos dentistas o maquinistas de trenes vivos. Mi madre me dice que soy un exagerado, que ella también tiene una de esas junto al sillón y que yo no me había quejado nunca, pero lo que no sabe es que yo la enciendo con la mano cuando me siento a leer un libro. Porque por suerte, el interruptor de su lámpara está en el suelo, justo en el sitio donde cae mi mano cuando la deslizo por el brazo del sillón. Había buscado por todos lados hasta que en una tienda encontré una lámpara de diseño que tenía cadenita. La compré sin preguntar el precio y casi fallezco sin pisar ningún pedal cuando descubrí lo que me había costado. Por desgracia mi hija opinaba que el color plateado no pegaba con los muebles del salón y me hizo devolverla sin llegar a probarla ni una sola vez. En la tienda se negaron a darme el dinero y yo me quedé con la lámpara en el maletero del coche y con mis halógenos brillantes en el comedor. He hablado con mi dentista, para que me enseñe a manejar los pies con soltura, pero soy un patazas. Por eso, algunas noches rebusco en los contenedores un enchufe donde sentarme y conectar mi lámpara. Allí junto a la basura, tiro de la cadena de bolitas mientras pienso que quizás muera cuando me separe de ese aparato, como si mi vida fuera un tren y yo un maquinista loco.
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