Lluvia
Llueve tímidamente sobre Santa Cruz. Tan tímidamente que parece que la propia lluvia no se lo cree. No cree que haya llegado el otoño estirando las tardes como un bostezo agridulce y con la mano del frío acariciando las espaldas. Llueve sobre Santa Cruz: una de las ciudades que peor se conocen a sí mismas, una ciudad que parece construída anteayer sobre la espuma avara de un mar de olvidos. En La Habana, buscando un respiro en el calor asfixiante, te acercas a un bar de decoración colonial, te sientas bufando, pides un mojito y te resignas a escuchar a la pequeña orquesta interpretando Guantanamera. Y de repente, en una pared que luce un hermoso mosaico, justo mismo al lado de tu mesa, descubres el rostro de don Nicolás Estévanez, sí, don Nicolás, y una breve leyenda, en letra ligeramente gótica, te informa que en ese misma calle nuestro poeta fue testigo del asesinato de un grupo de patriotas cubanos, y lo denunció, y decidió abandonar el Ejército español, y escribió sobre la villanía, sobre la sangre derramada hace más de un siglo en esa esquina, en la que un manisero mulato ofrece ahora sus cucuruchos, y tú suspiras, suspiras por algo que te avergüenza un poco, algo que debe parecerse a lo que llaman orgullo patriótico, porque el humilde pero lindo mosaico honra la memoria de un canario valeroso y lúcido que se portó como una persona decente. Y te pones de buen humor, y pides otro mojito, y brindas, en regocijado silencio, por la memoria de don Nicolás y por la memoria histórica de los cubanos en una tarde que hierve de calor y humedad en el centro de La Habana.
En Santa Cruz no esperes encontrarte con la memoria. Los únicos espejos que refulgen son los de tres o cuatro tiendas en las principales calles comerciales que reflejan una avidez embobada. Aquí -es la consigna- no ha pasado nada jamás y todo lo bueno que está por llegar ya ha sido consignado en los presupuestos municipales o en las propuestas de la parapléjica oposición. Recuerdo pequeños retazos: una plaquita metálica, casi invisible, que señala el lugar en el que estuvo la casa del músico Teobaldo Power. Una ciudad que no sabe leerse a sí misma no es una ciudad, sino una simple concentración urbana. La lluvia moja púdicamente esta estepa semántica, pero estoy seguro que en la próxima primavera no crecerán los signos de nuestra memoria porque la hemos enterrado cuidadosamente entre todos y hace tiempo somos huérfanos de nosotros mismos. No sé, siquiera, por qué escribo esta columna desvaída. Debe ser por la lluvia que ahora mismo, a primera hora de la noche, ha decidido terminar esta minúscula exhibición de amistad y se retira sin avisar, como sin avisar vino hace unas horas. Porque la lluvia, siempre recuerdo los melancólicos versos de Borges, es una cosa que parece transcurrir en el pasado.
En Santa Cruz no esperes encontrarte con la memoria. Los únicos espejos que refulgen son los de tres o cuatro tiendas en las principales calles comerciales que reflejan una avidez embobada. Aquí -es la consigna- no ha pasado nada jamás y todo lo bueno que está por llegar ya ha sido consignado en los presupuestos municipales o en las propuestas de la parapléjica oposición. Recuerdo pequeños retazos: una plaquita metálica, casi invisible, que señala el lugar en el que estuvo la casa del músico Teobaldo Power. Una ciudad que no sabe leerse a sí misma no es una ciudad, sino una simple concentración urbana. La lluvia moja púdicamente esta estepa semántica, pero estoy seguro que en la próxima primavera no crecerán los signos de nuestra memoria porque la hemos enterrado cuidadosamente entre todos y hace tiempo somos huérfanos de nosotros mismos. No sé, siquiera, por qué escribo esta columna desvaída. Debe ser por la lluvia que ahora mismo, a primera hora de la noche, ha decidido terminar esta minúscula exhibición de amistad y se retira sin avisar, como sin avisar vino hace unas horas. Porque la lluvia, siempre recuerdo los melancólicos versos de Borges, es una cosa que parece transcurrir en el pasado.
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