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Nadir

Sombreros

Tengo la seguridad de que mis sombreros me hablan. Podría ser mi conciencia, pero casi estoy seguro de que no es ella por varias razones.
La primera porque lo que escucho no son las típicas preocupaciones de ese yo interior que es un poco neurótico, sino más bien chismorreos sobre otros sombreros o personas que los llevan. La segunda razón, y quizás la más clara, es que cuando lo guardo en el armario dejo de oír esa voz que penetra a través de mi cuero cabelludo.
Tengo la extraña sensación de llevar puestos unos walkman y no una gorra de lana. Lo malo es que mis sombreros no tienen control de volumen, así que no encuentro manera de que se calle, salvo que lleve la cabeza descubierta claro. Resulta difícil de explicar que todos mis gorros tengan su propia personalidad y que les guste hablarme a las orejas. Lo cierto es que resulta entretenido, puedes pasear por la ciudad manteniendo una conversación con tu propia cabeza. Pero es un poco raro hablar solo, así que tengo que sacar el móvil para que parezca que estoy charlando con alguien.
Lo peor es que cuando utilizo de verdad el teléfono, tengo miedo de que la persona, al otro lado de la línea, escuche la voz de mi sombrero. Así que me lo tengo que quitar, pero es un lío porque sólo tengo una mano libre y a veces se me cae uno de los dos y parezco más tonto que listo. Pero ahora ya no me divierte, sino que tengo un poco de angustia. Guardo todos los gorros juntos en el armario y me pregunto si en mi ausencia seguirán hablando entre ellos y si quizás estarán planeando alguna travesura.
El otro día por ejemplo llevaba puesto una gorra de marinero y noté como le silbaba a una chica que pasaba por mi lado. Me hubiese gustado que me tragara la tierra y casi lo hizo, porque me puse tan nervioso que me tropecé con un bordillo. El gorro no paraba de reírse y de decir que cuando se lo contara a los otros se lo iban a pasar en grande. Tuve miedo, lo confieso y desde entonces salgo a pasear a pelo descubierto. Durante unos días no escuché voces. Fue un alivio pero entonces se me ocurrió que quizás las demás personas estaban también recibiendo mensajes de sus sombreros. Por eso, detuve a un señor mayor que llevaba una boina y le pregunté si escuchaba palabras en su cabeza.
El señor me miró de arriba abajo y me preguntó si estaba bebido. Le juré que no, y le pedí por favor que me prestara su boina unos segundos para hacer una prueba de sonido. El hombre debió pensar que estaba loco, pero me la dejó y yo me la calé con fuerza hasta las orejas y respiré hondo. Para mi sorpresa la boina me dijo que el hombre no la escuchaba porque estaba sordo y que por eso se alegraba de estar ahora en mi cabeza.
Me la arranqué de un tirón y se la devolví al hombre que dudó un instante antes de tomarla de mi mano. No dijo nada, pero sé que se marcho pensando que se había tropezado con un demente. Lo malo es que cada día que pasa estoy mas cuerdo y empiezo a ver el peligro que nos acecha en las cabezas. Me he dado cuenta que mucha gente, de la que parece que está hablando con el móvil, en realidad está charlando con su sombrero y que en los armarios se está cuajando una revolución silenciosa.
La gente cree que el peligro está en los robots, que cada día son más inteligentes, pero no se da cuenta que el peligro habita en sus propias cabezas.
Los sombreros están emergiendo como una nueva especie, absorbiendo nuestra capacidad de pensar y de criticar a los demás.
Estamos perdidos.

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