Fracaso educativo
Quienes viajaban a Londres en los años 70 y 80, recordarán que ya en aquellos años residía allí una nutrida colonia de emigrantes paquistaníes. Musulmanes la inmensa mayoría de ellos, ocupaban casi todos los puestos de trabajo en el metro y en los autobuses de transporte público urbano. Era estampa cotidiana verlos con su turbante al pie de la escalera de los rojos autobuses de dos pisos, cartera de cuero al hombro y con una maquinita que les servía para expender billetes. Quienes hicieron estallar las bombas el pasado 7 de julio y asesinaron a más de medio centenar de inocentes pasajeros, podrían ser hijos o nietos de aquellos cobradores.
Quizás esa curiosa circunstancia, la coincidencia entre una actividad que sirvió para aglutinar inmigrantes paquistaníes y el escenario de los últimos atentados terroristas, nos lleve a una reflexión más profunda sobre las dificultades de integración de las minorías raciales y religiosas. Hasta ahora, apartando con la mano toda imagen de fracaso social, dábamos por supuesto que la convivencia estaba garantizada tras la educación de los jóvenes en una cultura europea abierta y tolerante, de la que erradicábamos cualquier atisbo de xenofobia y de racismo. Bueno, ahora parece que el racismo y la xenofobia lo traen consigo algunas culturas o, mejor dicho, son productos de determinadas religiones en su versión más integrista, o excrecencias si ustedes quieren del fundamentalismo más perverso, pero que están ahí, anidando en los jóvenes hijos y nietos de emigrantes, los que aquí nacieron y aquí fueron tratados con mimo y preferencia por el sistema, intentando contrarrestar el déficit cultural de sus progenitores y haciéndoles participar de una hipotética pero deseada igualdad de oportunidades.
La respuesta a esa voluntad de integración la hemos visto en la descripción de los asesinos de Londres. Todos habían nacido en el Reino Unido, tenían estudios secundarios o universitarios, quizás no sabían hablar árabe ni dialecto asiático alguno, y desde luego habían olvidado los hábitos y costumbres de sus abuelos en Pakistán, empezando por los buenos hábitos, entre los que sin duda estaba el respeto por la vida ajena. Sin embargo, ahí los tienen, lo primero que recuperan de la vieja cultura es un modo de entender la religión que empieza por el desprecio de la vida, incluso de la propia, y persigue la imposición de dogmas y doctrinas mediante la violencia. Algo que aquí habíamos abandonado hace siglos y que nos parecía impensable con una mentalidad educada en la Gran Bretaña de las postrimerías del siglo XX. Pero ahí está, entrando con fuerza en el siglo XXI y seguida ciegamente por jóvenes idénticos a los hijos de sus vecinos, que han ido a las mismas escuelas, han leído los mismos libros y han visto los mismos programas de televisión. Sin embargo, como tocados por un resorte mágico, atienden la llamada atávica y se entregan a una estúpida causa político religiosa para morir matando a sus semejantes.
Tras los atentados de Londres, los ministros europeos de Interior dicen que ni la policía ni el sistema judicial están preparados para combatir este tipo de terrorismo, y piden más medidas de intervención. Lo que no parece estar preparado es el conjunto de la sociedad y su sistema educativo. Con treinta millones de emigrantes de procedencia musulmana en Europa, y sus millones de hijos y nietos, expuestos todos al proselitismo de la causa asesina, deberíamos echarnos a temblar. O encontrar rápidamente un método que impida esa maléfica influencia, cosa muy difícil en una sociedad que respeta y debe seguir respetando la libertad de conciencia.
Quizás esa curiosa circunstancia, la coincidencia entre una actividad que sirvió para aglutinar inmigrantes paquistaníes y el escenario de los últimos atentados terroristas, nos lleve a una reflexión más profunda sobre las dificultades de integración de las minorías raciales y religiosas. Hasta ahora, apartando con la mano toda imagen de fracaso social, dábamos por supuesto que la convivencia estaba garantizada tras la educación de los jóvenes en una cultura europea abierta y tolerante, de la que erradicábamos cualquier atisbo de xenofobia y de racismo. Bueno, ahora parece que el racismo y la xenofobia lo traen consigo algunas culturas o, mejor dicho, son productos de determinadas religiones en su versión más integrista, o excrecencias si ustedes quieren del fundamentalismo más perverso, pero que están ahí, anidando en los jóvenes hijos y nietos de emigrantes, los que aquí nacieron y aquí fueron tratados con mimo y preferencia por el sistema, intentando contrarrestar el déficit cultural de sus progenitores y haciéndoles participar de una hipotética pero deseada igualdad de oportunidades.
La respuesta a esa voluntad de integración la hemos visto en la descripción de los asesinos de Londres. Todos habían nacido en el Reino Unido, tenían estudios secundarios o universitarios, quizás no sabían hablar árabe ni dialecto asiático alguno, y desde luego habían olvidado los hábitos y costumbres de sus abuelos en Pakistán, empezando por los buenos hábitos, entre los que sin duda estaba el respeto por la vida ajena. Sin embargo, ahí los tienen, lo primero que recuperan de la vieja cultura es un modo de entender la religión que empieza por el desprecio de la vida, incluso de la propia, y persigue la imposición de dogmas y doctrinas mediante la violencia. Algo que aquí habíamos abandonado hace siglos y que nos parecía impensable con una mentalidad educada en la Gran Bretaña de las postrimerías del siglo XX. Pero ahí está, entrando con fuerza en el siglo XXI y seguida ciegamente por jóvenes idénticos a los hijos de sus vecinos, que han ido a las mismas escuelas, han leído los mismos libros y han visto los mismos programas de televisión. Sin embargo, como tocados por un resorte mágico, atienden la llamada atávica y se entregan a una estúpida causa político religiosa para morir matando a sus semejantes.
Tras los atentados de Londres, los ministros europeos de Interior dicen que ni la policía ni el sistema judicial están preparados para combatir este tipo de terrorismo, y piden más medidas de intervención. Lo que no parece estar preparado es el conjunto de la sociedad y su sistema educativo. Con treinta millones de emigrantes de procedencia musulmana en Europa, y sus millones de hijos y nietos, expuestos todos al proselitismo de la causa asesina, deberíamos echarnos a temblar. O encontrar rápidamente un método que impida esa maléfica influencia, cosa muy difícil en una sociedad que respeta y debe seguir respetando la libertad de conciencia.
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