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Nadir

Teclados

Un día más se había colocado a treinta centímetros de la pantalla del ordenador. Meditó una carta cualquiera, un texto sin tino y sin destino. Sencillamente palabras para nadie. Un acto sencillo para matar el tiempo, para ejercitar los dedos en el teclado y sentir el goteo o abrir el grifo para que salieran los pensamientos a borbotones. Pronto se dio cuenta de que ya los años no permitían elaborar frases con sentido más allá de las dos o tres palabras, que formaban las oraciones necesarias para seguir vivos en este valle de silicona estéril.
Pobres oraciones subordinadas, siempre ancladas a pesadumbres, a recuerdos jóvenes ya caducos e imposibles; recuerdos llenos de tachaduras, absortos por las imprecisiones, caducos por repetidos, groseros por deseados o por inconclusos como un sexo mal intencionado. Ni siquiera tenían valor los puntos y seguido. Las menudas frases eran interrogativas aunque se llenaban de admiraciones como sorprendidas, a su vez, por lo que pudo ser y no fue; por lo que pudo encontrar y no encontró; por lo que pudo vivir y no vivió.
Le quedaba el consuelo de que al otro lado de la pantalla aún no había nadie, porque el módem no estaba conectado, y el ADSL solo se conseguía en las grandes ciudades y para las grandes empresas; sólo se escribía sobre el papel virtual que está en el segundo nivel, encima de aquel recuadro gris con sobremarco en blanco que simula papel donde van quedando incrustadas las letras, con errores y sin tildes que, pacientemente, va corrigiendo un diccionario interno que te abofetea llamándote inútil y seguimos sobre aquel entramado que se asemeja al blanco folio y en el que jugamos a minúsculas o mayúsculas; a Times New Roman o Arial; a cuerpo diez o a cuerpo doce; colocando interlineados uno y medio o dos y texto centrado o justificado a doble margen.
Esa nueva terminología que no nos ha hecho escritores y sí, supuestamente, correctores. Que nos convierte en editores y jefes de taller, de forma simultánea. Esa nueva tecnología que nos evita el papel carbón, y que consigue guardar en un espacio menor de una postal, libros como el Quijote con grabados de Doré. Pero nada de eso es real, todo es impalpable, queda del lado de allá, del lado del cristal de la pantalla, a más de treinta centímetros de mi tacto directo, a la misma distancia de ti y de tu tacto, si te envío un e-mail. Tu lectura queda exactamente a la misma distancia de tus ojos. Pero está claro que por mucho que se pueda dominar esa tecnología, tendrán que decirnos si nuestro mensaje es de interés y si ha valido la pena soñar despiertos, porque lo importante es que su lectura quede a la misma altura que tu pensamiento.

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