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Nadir

El gran Manuel

En la última sesión parlamentaria de la Segunda República Española (pocos días antes de la asonada golpista del Enano de Meirás), aquella en la que La Pasionaria amenazó de muerte -con todo éxito- a Calvo Sotelo, éste fue acusado de fascista por algunos diputados, a lo cual respondió (con esa arrogancia que la derecha española ha manifestado desde don Favila: uno cita de memoria infiel, pero el diario de sesiones puede proporcionar la transcripción exacta de sus palabras): "Algunas de Sus Señorías me han calificado de fascista, y yo les respondo que si perseguir la unidad nacional, la reivindicación de la familia, y los más profundos valores del Catolicismo es ser fascista,yo soy fascista; tras lo cual, el diario de sesiones anota: "UNA VOZ: ¡Vaya novedad!"; de tal manera que uno -desde la imaginación literaria en la que milita- siempre ha atribuido esa anónima voz a un diputado de extrema izquierda (de Badajoz, Logroño o Teruel) hastiado de la decepcionante situación parlamentaria en la que el protocolario debate parlamentario constitucional había desembocado. No puede uno por menos de recordar esta grotesca (y lúgubre, pues desembocó en un asesinato) anécdota, al revisar el cúmulo de vestiduras rasgadas ante el comportamiento (político, social y ético) de Fraga Iribarne, tildándolo de machista, caciquil y autocrático, en su angustiosa voluntad de prolongar el poder dictatorial que detentó durante muchos más años de los que lo ha ostentado democráticamente, acogido a una Constitución que ayudó (vergonzosamente para los demócratas que lo habían -lo habíamos- sufrido dictatorialmente) a redactar, en un pacto implícito en el que se permitió (¿se le permitió?) barrer -como decían los latinos- pro domo sua: la misma casa que defendió (con ambiciosas uñas y ávidos dientes) a costa de penas de muerte (desde Julián Grimau hasta Puig Antich), asumidas implícitamente, desde el sumiso silencio aquiescente de los consejos de ministros dictatoriales, cuando no agrediendo explícitamente a la impotente discrepancia nacional que le solicitaba educadamente información (era ministro de eso, ¿no?) acerca de las torturas infligidas a los mineros asturianos de Sama de Langreo; a través de una bárbara respuesta vengativa que privó de su cátedra al novelista Torrente Ballester, prohibió el estreno de Dürrenmatt que había traducido Carlos Muñiz, y dejó a Buero Vallejo sin subir a los escenarios españoles durante un lustro. Pocas cosas le han producido a uno más indignado bochorno que la jactanciosa increpación, que este triste payaso le hizo, al Presidente del Congreso de los Diputados, en la mañana del 24 de febrero de 1981, cuando abandonaban la sala, después de haber sido liberados del brutal secuestro de Tejero, solicitándole imperiosamente que levantara la sesión, porque si no seguiría abierta: un rigor protocolario, que pudiera servirle para compensar tantos y tantos desafueros (no precisamente protocolarios) perpetrados en otros tiempos.

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