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Nadir

El Tsunami gallego

Dentro de unas horas, cuando termine el recuento del voto emigrante, se sabrá si Manuel Fraga Iribarne será presidente de la Xunta de Galicia durante otros cuatro años gracias a la mayoría absoluta del Partido Popular. Para Fraga no existe término medio: o llega a los 86 años al frente del Gobierno gallego o, después de una carrera política de más de medio siglo, emprende el camino definitivo hacia la jubilación. Lo peor de esto último es que tendría más tiempo para escribir.

Hace algunos días Francisco Umbral se refería a Fraga Iribarne en una de sus cada vez más desvaídas columnas. Umbral, supongo, metaforizaba: a Franco le habrían presentado a un joven gallego, lo había escuchado hablar atropelladamente durante algunos minutos y había dicho con su vocecita asordinada: "A este chico hay que nombrarlo algo". Como metáfora no parece demasiado afortunada, porque Manuel Fraga Iribarne nunca se caracterizó por su brillantez oratoria o su galanura literaria, aunque vaya a usted a saber lo que le impresionaba al dictador en materia verbal. Tal vez el control pautado del acento gallego. Ya se sabe que Fraga habla a trompicones, tan cabreado con las palabras que parece comérselas de pura rabia, porque Fraga no es un hombre de palabras. Las palabras le molestan, incluso las suyas. Por otro lado, escribe pésimamente. Ha sido incapaz de garabatear una sola página mínimamente memorable a lo largo de cerca de noventa libros y folletos publicados: un prodigioso logro negativo. Como lector uno tiene sus perversidades, y entre mis perversidades librescas, está haber leído bastante de la alfalfa insustancial publicada por Fraga a lo largo de medio siglo de testarudez grafomaniaca. Lo único legible que recuerdo es un breve estudio introductorio a una antología de textos de Donoso Cortés, una de las grotescas figurillas intelectuales que adornaban el altar ideológico del primer franquismo. No era gran cosa, pero Donoso Cortés, para qué nos vamos a engañar, tampoco es Edmond Burke. Los discursos de Fraga son terroríficos -en especial los más arduamente trabajados- y su sopor petulante, a veces grandilocuente, solo es superado por sus infectas probaturas como articulista de prensa. La cultura del presidente de la Xunta de Galicia en funciones es un mazacote de datos en bruto, citas bibliográficas y perjúmenes de sacristía. Fraga Iribarne, sin embargo, se considera un intelectual y una potencia universitaria. Cuando un grupo de más de cien intelectuales le mandó una carta contra la feroz represión de los mineros asturianos, que habían tenido la osadía de ponerse en huelga en 1963, el entonces ministro de Información y Turismo bramó pegando golpes sobre la mesa: "¡Qué intelectuales ni qué niños muertos! ¡Intelectual yo, que me he pelado los codos estudiando oposiciones!". Desde un punto de vista intelectual y universitario, en efecto, Fraga es un producto perfecto de la miserable universidad franquista de los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil, vaciada de exilados, fusilados y encarcelados, y trufada de curas y falangistas que acaparaban las cátedras por su piedad y/o sus servicios a la patria y el Caudillo. Se doctoró en Derecho a los 23 años y a los 24 ya era catedrático de Teoría del Estado. Asegurado el escalafón, se metió en política, más cercano a los falangistas que al integrismo católico. Su primer cargo fue el de secretario general del Instituto de Cultura Hispánica, controlado por entonces por la familia falangista, aunque el primer puesto relevante, en realidad, fue el de secretario general del Ministerio de Educación, en 1955, con Joaquín Ruiz Giménez como titular. Fraga navegó bastante bien en el franquismo durante su juventud, haciendo equilibrios entre joseantonianos e integristas acérrimos, y solo metió la pata cuando se creyó lo suficientemente fuerte. En 1962 Franco le nombra ministro de Información y Turismo. Construyó paradores, impulsó campañas promocionales, organizó los festejos de los 25 años de paz, impulsó una tímida ley de prensa que, simplemente, dulcificaba la brutal censura campamental de la Guerra Civil hasta reducirla a la de una dictadura que multaba y encarcelaba, pero no mataba por un titular. Fraga no era un ministro popular (en el franquismo no había ministros realmente populares: la imagen de Franco lo llenaba todo) pero algunos sectores lo consideraban un aperturista hacia un franquismo más tolerante, siempre que siguiera siendo franquismo. "Mente clara, gran cultura/los placeres de la carne/nunca del todo censura/don Manuel Fraga Iribarne". No, ya no se mataba por escribir un artículo, pero por otros motivos sí: el Gobierno del que formó parte Fraga Iribarne aprobó varias sentencias de muerte. Incluida la de Julián Grimau, condenado en una truculenta farsa judicial en 1963 por (supuestos) delitos cometidos veinte años antes. "Este caballerete", explicó Fraga a la prensa con gesto asqueado, "va a tener su merecido". Fraga tenía contento a Franco, Franco, Franco, pero se equivocó al permitir, quizás estimular, a la prensa del Movimiento (la única existente) para que publicase detalles del escándalo Matesa (Maquinaria Textil del Norte de España, SA), un caso de corrupción en el que estaba implicado el ministro de Comercio y numerosos cargos públicos. Dos meses y medio más tarde era destituido y sustituido por Alfredo Sánchez Bella, el 28 de octubre de 1969, festividad de San Judas.

Después, ya se sabe. Unos años de ostracismo, en los que se dedicó a realizar algunas inversiones lucrativas, y la aventura de la Embajada en Londres, entre 1973 y 1975, y el primer Gobierno de la Monarquía, como ministro de Gobernación, con matanza de Montejurra incluida, y la decepción iracunda porque Juan Carlos I eligió a un tal Adolfo Suárez como piloto del cambio a una democracia parlamentaria y una Constitución de la que Fraga fue ponente. Intentó ser presidente del Gobierno, pero inútilmente: era la principal atracción de las derechas montaraces y, al mismo tiempo, el lastre insalvable para seducir al centro socioelectoral y alcanzar una mayoría suficiente en las Cortes. Probó con varios delfines que resultaron caballas hasta que, renunciando a su nueva candidata, Isabel Tocino, admitió dejarle la batuta a José María Aznar. Después de dos años como eurodiputado, encontró su sitio en Galicia. Como presidente de la Xunta desde 1990, siempre reelegido, Fraga lo ha hecho lo suficientemente bien para que más de 200.000 gallegos hayan abandonado su país en busca de trabajo y fortuna en la última década. Un vergonzoso pero muy eficaz sistema de clientelismo político, comandado por una cuadrilla de desaprensivos escandalosamente enriquecidos a lo largo de cuatro legislaturas, ha garantizado la inmarchitable hegemonía del PP en Galicia y la supervivencia de Fraga Iribarne, al que hace algunos años se atribuía el mérito de haber domesticado a las derechas españolas más retrógradas y energuménicas. Pues va a ser que no, que amplios sectores de la derecha viven aun una épica de guerracivilismo. Mañana, a primera hora, Manuel Fraga, 82 años de edad, sabrá si el voto de los gallegos en el exterior le proporciona una nueva mayoría absoluta. Si no es así existe un plan B: el hostigamiento apocalíptico al Gobierno de coalición entre el PSOE y el Bloque desde ayuntamientos y diputaciones, desde la calle y desde los medios de comunicación afines. No es probable, sin embargo, que el propio Fraga participe en esta ceremonia de holocausto. Si pierde el poder Fraga se retirará a su pazo y se pondrá a escribir un nuevo tomo, el penúltimo, de sus memorias. Los anteriores ya eran bastante indigestos e ininteresantes. El próximo puede ser la monda, como diría don Manuel.

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