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Nadir

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En estos días lo mejor es ser un modesto alienígena para disfrutar del estímulo intelectual que supone el asombro. Aterrizar y quedarse pasmado por la lacrimógena unanimidad alrededor del sumo sacerdote de una organización eclesiástica a principios del siglo XXI, pero recordar, asimismo, que si hablamos del siglo XXI, es gracias a la Iglesia Católica Romana. Lo fascinante es presenciar la renuncia de cualquier juicio crítico, la más tenue sombra de reserva o humorismo, acerca de las supercherías que se salmodian en prensa, radio y televisión. Y este gobierno de aguachirle socialdemócrata que decreta, pudorosamente, un único día de luto, pero que lo compensa encargándole a la televisión pública cuarenta y ocho horas casi ininterrumpidas dedicadas a la agonía, muerte y exequias de Juan Pablo II. Eso por no hablar de los siete días, siete, que el Ejecutivo de Adán Martín ha decidido como luto oficial, frente a los tres días elegidos por la República de Italia. ¿Es Adán Martín católico? ¿Es católico su gobierno? Si les preguntan te dirán que sí, porque aquí y ahora afirmar tranquilamente que uno no es católico sigue siendo, como mínimo, un gesto de mal gusto.
El espacio para el análisis y la crítica política, teológica y cultural del pontificado de Juan Pablo II ha sido mínimo en los medios de comunicación. Hasta El País se mostró extremadamente moderado, mientras las televisiones públicas y privadas, nacionales y locales, han entrado en una orgía de imágenes y palabrería babosamente idolátricas. Un asentimiento generalizado e incondicional a las actitudes, prácticas, protocolos y objetivos que ya hace 200 años eran objeto de una crítica racional e ilustrada que, por lo visto, no ha servido absolutamente para nada, en vista de la repetición cotorra de los locutores en la televisión: "Juan Pablo II ya está viendo a Dios".
En el capítulo de la microrrentabilidad local es deliciosa la propuesta de Antonio Bello de sustituir el nombre de la calle del 18 de julio por la del Papa difunto. A ver quién es el carcunda que le va a negar una calle a Juan Pablo II. Es una pequeña astucia que supuestamente no le hace daño a nadie, pero que sólo se explica en este fúnebre ambiente de beatería entusiasta y estomagante. Nos quitan el recuerdo de la asonada golpista, pero para ponerle una hornacina en el callejero municipal a un Papa. ¿Y para cuándo una plazoleta al Dalai Lama? ¿Y una avenida al imán Jomeini? "Lléveme a Jomeini 69, por favor", le podría usted decir al taxista. Los alienígenas estamos perdidos

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