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Nadir

De barrios

Ya sé que en los barrios hay esquinas por donde pasa la droga, camellos sin joroba, horas prohibidas para los taxistas, que la frontera la marca el miedo. Las palabrotas son más terapéuticas, habituales, corrientes y espontáneas en los barrios que en los casinos de rancio, muy rancio y tedioso abolengo, chacho. Ya sé que los barrios tan sólo son frecuentados en época electoral, no por nada, sino porque siempre queda bien una visita de cumplido en fechas tan señaladas. Vivimos, como regla general, en cuatro calles, ya nadie que viva fuera del barrio vuelve al barrio. Pero el barrio es el barrio, mano. En el barrio, mucho rollo, es donde me encuentro a niños que corretean sin ordenador, todavía existe en la periferia del estrés lo que parecía perdido como es la charla que calma el cabreo y que ahoga la pena del aburrimiento isleño. Las puertas están abiertas en muchas islas para que el aire llegue hasta la cocina donde el potaje de berros reposa desde las ocho de la mañana; las sillas todavía se asoman a la acera para cabalgar en la charla de lo que sea, todavía hay cambalache en los barrios: azúcar por perejil, gofio por pan de la tarde, catarro por gripe, pilas chicas por cortado de leche y leche. El hipocondríaco no es especie habitual en el barrio, el hombre de barrio es incapaz de definir sus dolencias, el dolor de barrio se olvida en lo que se riega el geranio, casi gozan en el barrio del llamado silencio orgánico; las señoras entradas en años con ir a la pelu y a la recova los sábados ya tienen bastante, no están tan pendientes del colesterol como el urbanita que vive en el centro donde recalan todas las guaguas y el agobio por llegar a ninguna parte. Nada tiene importancia, puestos así, en los barrios salvo estar vivos; la tele y la prensa en los barrios están ahí, en una distancia que no contagia, que no causa tanto miedo como el sonido de mal agüero que produce el afilador de cuchillos cuando pasa de largo.

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