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Nadir

DNI y firmas

Cuando tuve que hacerme mi primer carné de identidad encontré un problema serio, debía escoger una firma. Puede parecer una tontería pero a mí me agobiaba porque al parecer la firma dice muchas cosas de la persona y además se supone que es para toda la vida. El caso es que tenía que definir mi rúbrica para los siguientes sesenta años y yo no tenía nada claro lo que hacer, así que me puse a estudiar las de otras personas. Durante un tiempo me fijé en muchas firmas y me dediqué a imaginarme a mí mismo con una parecida. Las había muy claras y muy confusas, muy simples y muy complejas, pero sólo algunas parecían tener personalidad propia. Tuve que decidir si ponía mi nombre completo o mis iniciales, si incluía uno o dos apellidos o si me decantaba por una firma modelo logotipo. Pinté cientos de hojas con intentos que nunca me terminaron de convencer. Pasaba tardes completas firmando papeles como si fuera un ministro y mientras tanto el día en el que tenía que hacerme el carné de identidad se acercaba aumentando mi ansiedad por mi futuro autógrafo. Aunque investigué mucho, nunca le pregunté a nadie por su proceso de elección, supuse que cada persona se enfrentaba en soledad a ese momento definitivo de la vida. Al final, oscilaba entre dos posibles firmas, una basada en mis iniciales, imposible de leer y complicada de realizar y otra que era una copia casi perfecta de la de mi padre. La de mis iniciales me gustaba, pero no estaba seguro de querer ser ilegible. Pensaba que, en cierto modo, uno firma porque quiere ser reconocido y que era importante que cualquier persona pudiera determinar a su autor sólo con verla. La de mi padre también me gustaba, era clara, firme y con dos líneas oblicuas que la enmarcaban y que le conferían personalidad. Me gustaba pero me parecía un poco de cara dura copiar su firma, puesto que ya había copiado su apellido. Pensaba que era plagio puro y duro. Así que conforme pasaban los días, llenaba folios de garabatos y oscilaba entre una opción y la otra sin terminar de decidirme por ninguna, hasta que al final me decanté por una solución intermedia. Copié a mi padre, incluí mis iniciales, enmarqué todo con una línea y dejé un rabo suelto para poder darle un poco de aire artístico. Mi firma se hizo oficial y yo nunca quedé contento con ella. Me parecía infantil, poco original y poco personal, pero por desgracia ya aparecía en mi carné así que empecé a utilizarla y cada vez que la veía pensaba que me había equivocado. Me hice mayor y seguí pensando lo mismo. Hubo momentos en que por mi trabajo tenía que rubricar muchos papeles y cada firma era un recuerdo ingrato sobre esa decisión pretérita. Pasaron más años y me encontré con un amigo de la infancia que al ver mi firma me dijo que se notaba que había evolucionado con los años, que ya no era la misma que él recordaba. Sentí un alivio tremendo, como el que he vuelto a sentir hace poco gracias a los supermercados y sus firmas con lápiz electrónico. En ellas el lápiz se desplaza de otra manera, no roza tanto como sobre el papel y permite dejar más libertad a la mano, así que he vuelto a sentir que mi firma evoluciona. Ahora treinta años después de mis primeros intentos empiezo a reconocerme en mi propio autógrafo y me pregunto si eso será bueno o sólo una consecuencia triste de la edad.

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