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Nadir

Gangas


Mi padre era un gran aficionado a comprar en el rastro de Madrid. Siempre aparecía con algún aparato, orgulloso de haber localizado una perla en ese mar de medusas baratas. Yo, que no era capaz de diferenciar una perla de una canica, me asombraba de las posibilidades que tenía ese lugar denominado rastro. Quizás por su culpa, yo también me aficioné a visitar todos aquellos mercadillos en los que esperaba encontrar tesoros ocultos como hacía el. Sin embargo, por falta de dedicación o de intuición, nunca he sido capaz de encontrar la lámpara de Aladino y sí, mucha basura inútil. Por eso, me especialicé en comprar libros de segunda mano, sobre todo de autores descatalogados o libros juveniles. En los rastros he conseguido las aventuras del comisario Maigret, ya que, por desgracia, Tusquet detuvo su publicación hace unos años cuando iba por la mitad de la colección. El resto sólo se pueden conseguir rebuscando en rastros y mercadillos de segunda mano, lo cual es una pena porque las traducciones de antes son bastante malas y la edición de Tusquets con portadas en colores pastel era fantástica y, además, bien traducida. Una vez, conseguí comprar veinte de los viejos ejemplares de golpe y al hacerlo pensaba en la persona que había poseído esos volúmenes. Supuse que sería un señor mayor que quizás había muerto y ahora se vendía de saldo su biblioteca. Bastante barata por cierto, los veinte ejemplares me costaron como un bocadillo de queso. Otro día, compré un libro de Lorenzo Silva en la versión original de la editorial Destino. El tomo estaba nuevo, sin abrir y recuerdo que pagué cien pesetas de las de antes. Mi sorpresa vino cuando lo abrí y en su interior descubrí una dedicatoria: "Para mi nieto, para que entre en el maravilloso mundo de los sueños e ilusiones que proporcionan los libros". Me dio pena por ese abuelo, porque estaba claro que su nieto no se había aficionado a la lectura, al menos, no con ese libro. Pero como el destino tiene una cierta justicia poética, fui yo el que me aficioné a Lorenzo Silva y después de terminar la novela, me compré todos sus libros anteriores. Desde entonces disfruto con ese autor y siento una cierta pena cuando compro libros en rastros, porque sus dueños quizás estén muertos o desprecien las novelas. Ya no me siento como un buscador de tesoros sino como un trabajador social que va rescatando ancianos perdidos o niños desorientados. Cuando compro un libro, al llevarlo a mi casa, es como si lo hiciera renacer de alguna manera y aunque eso es bueno, me siento un poco agitado con todo el proceso. Mucho más desde que descubrí que la palabra "rastro" tiene su origen en el rastro de sangre que dejaban las reses desde el matadero al mercado de Madrid. Ya no me hace gracia el nombre, la tristeza de esos animales muertos me persigue junto con la melancolía de los libros sin abrir. Pero como todo puede empeorar, hace dos meses, buscando un disco, me encontré con una sorpresa, no sabría decir si buena, mala o terrorífica. En un puesto, un cuaderno de espiral  abandonado me miraba con la misma cara que un perro sin dueño. Yo sentí un agujero en el estómago, porque lo conocía, claro que lo conocía, cómo que lo había escrito yo mismo. Y regalado a una persona que devoraba todo lo que yo escribía entonces. No pude evitar el gesto de comprarlo y llevarlo a casa. Estaba sin abrir, pero yo estaba abierto en canal, sangrando como esas reses que llevaban al mercado. Siempre quise que mis escritos tuvieran difusión y que se encontraran en todos lados, pero no estaba preparado para esto. Me he convertido en una ganga sangrante y quizás eso sea bueno, quizás, pero no estoy seguro. Yo por si acaso dejaré de ir al rastro durante una temporada, hasta que acepte mi nueva condición de oferta veraniega. ¿Estaré de promoción o desahuciado? Prefiero no saberlo.

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