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Nadir

Piedras

Me gusta llevar piedras en los bolsillos, me hace sentir seguro y confiado. No es que piense que se me va a llevar el viento, pero el peso de las piedras me hace el efecto de tener los bolsillos repletos de dinero y claro de alguna manera sienta bien. Porque últimamente en mis bolsillos tenía mucho aire y eso me hacía sentirme etéreo, lo cual no está mal para escribir un poema, pero no es lo mejor cuando se quiere pagar un queso y el tendero te mira con cara de lector de bestsellers mientras rebuscas en tus bolsillos cargados de aire. Porque las tarjetas son humo. Da igual que sean de débito que de crédito, en su interior sólo hay moléculas gaseosas que además no pesan nada. Por eso hace ya unos días que paseo con piedras en los bolsillos. No muchas, quizás cincuenta o cien cantos rodados, lo suficiente para sentirme rico pero no creso. Ahora, mientras ando por la ciudad, escarbo con los dedos y noto su tacto áspero y su sonido seco al entrechocar unas con otras y sonrío al saberme millonario. Las chicas me miran con ojos entornados tratando de ligar conmigo, pero yo las desprecio a todas porque no me gustan que me quieran por mi dinero. El tendero me atiende mejor desde que tengo los bolsillos abultados y las tarjetas golpeadas cien veces por las piedras han dejado de funcionar. Así que ahora ya no floto por las calles y mi andar es más sólido, más confiado, más pétreo. Al llegar a mi casa, vacío los bolsillos en un cenicero y entonces levanto de nuevo el vuelo y recorro la casa como si fuera un fantasma, sin pisar las baldosas, ni levantar polvo. Miro las piedras en el cenicero y me sorprendo de su efecto tan solidificador, pero en mi casa no las necesito. Porque entre estas cuatro paredes me gusta flotar y sentirme ingrávido. Entre estas paredes no tengo porque ser una persona pétrea, puedo escribir poemas, puedo nadar en el aire y preparar una cena romántica junto a la lámpara del techo. Pero claro como de vez en cuando hay que salir, pues entonces me lleno los bolsillos de piedras y mis pies vuelven al suelo. Durante unos segundos parezco un buceador que sale del agua, o mejor un pez que respira fuera del mar, pero enseguida me adapto a mi nuevo peso y camino arrastrando los pies hasta el ascensor y saludo a los vecinos con unas frases muy sólidas. Lo que ocurre es que a veces durante el día me acuerdo de mi levedad y tengo ganas de quitarme las piedras de los bolsillo, pero me contengo. Las remuevo con mis dedos y me reconforto al sentir su tacto áspero y seco. Claro que tanto contenerme no podía ser bueno por eso ni me sorprendí cuando me dijeron que tenía piedras en el riñón. Era lógico, de tanto cargar con ellas en los bolsillos se me han filtrado al interior de mi cuerpo y ahora ya casi ni las necesito para andar por la calle. Lo malo es que cuando llego a mi casa, no me puedo quitar el riñón y dejarlo en el cenicero, así que ahora incluso entre mis cuatro paredes voy arrastrando los pies y digo frases tan sólidas y tan pétreas que parezco más una estatua que un fantasma. Lo peor es que ahora ni siquiera las chicas me miran, porque las piedras ya no están en mis bolsillos, ahora están dentro de mí. De alguna manera imprevista me las he tragado y me he trasformado en piedra. Ahora lo único que me queda lleno de aire son las tarjetas del banco, la mirada del tendero cuando me niega mis quesos y las sonrisas de las chicas que me señalan con el dedo, mientras vacío mis bolsillos tratando de quitarme estas malditas piedras.

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