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Nadir

El horror invariable

Son incomprensibles los juicios valorativos sobre la Gala de Elección de la Reina del Carnaval. Es como analizar cada año el mismo escarabajo pelotero. La gala se autorreproduce cada año, y así, inevitablemente, al que le gusta le sigue gustando, y al que le espanta lo indecible, sigue aterrorizándole. El que suscribe, modestamente, forma parte de la segunda categoría, y contempla la Gala de Elección de la Reina -siempre en mayúscula- como un horror indescriptible. Pero no se me ocurre acusar a nadie, ni al Ayuntamiento, ni al director artístico, ni a los técnicos, ni siquiera los aturullados participantes, porque la Gala es necesaria, inexorablemente abominable. Nadie puede evitarlo porque el espectáculo está brutalmente condicionado por dos circunstancias imponderables. Primero, el director padece un estrechísimo margen de maniobra para seleccionar el personal y el material. Debe embutir en un formato canónico -que no es otra cosa que un inacabable desfile- a una multitud de grupos e individuos como quien rellena un atrofiado salchichón. En segundo lugar, los tales grupos e individuos no son profesionales del espectáculo, sino modestos aficionados y/o simples carnavaleros que salen para vacilar y tal y cual. Quizás sea milagroso que el escenario no se venga abajo entre llamas, los comparseros no se rompan las piernas o las candidatas no sufran lesiones cervicales irreparables. Las variaciones posibles y eficaces, sobre un esquema tan rígido y apriorístico, son minúsculas, y suelen consistir en lo que se vio el miércoles pasado: una alegoría escolar sobre los orígenes geológicos de Tenerife, el amor, las estructuras tribales y la batucada, que ya se sabe desde Dante que en las alegorías -como en las galas de Carnaval- tiene que caber de todo.
Uno jamás ha tenido ínfulas de reformador social, y menos aún, de reformador de los rituales carnavaleros. Y la Gala de Elección de la Reina es uno de los rituales del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife. Poco más o menos es lo que la gente quiere ver, espera ver, ha visto toda la vida y espera con delectación que puedan seguir viendo sus nietos. Un pequeño espectáculo de una modesta ciudad que se ofrece a sí mismo en celebración espectacular. Es un trance, en fin, que se debe pasar para llegar al Carnaval que no está en un escenario ni requiere director artístico: la fiesta de la calle, la que tiene todo el fulgor y los desperfectos de la vida, el que entrechoca sentidos y sentimientos.

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