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Nadir

Arde sobre mojado

La Laguna acaba de perder una de sus joyas patrimoniales. Por segunda vez en cuatro décadas a la calle de San Agustín le han amputado otro edificio emblemático. Primero y en 1964 fue el convento de los agustinos del que solo quedaron las paredes exteriores. Ahora, un hermoso palacio del siglo XVII, propiedad de la Iglesia católica y responsable, se suponía, de su conservación desde finales del siglo XIX. A los dos se los llevó el fuego. Hace cuarenta años la tecnología preventiva contra incendios poco tenía que ver con la actual. Negligencias y hábitos propios del subdesarrollo se aliaron con aquel infortunio. Lo que debió servir de lección entonces, es decir, la absoluta necesidad de detectar el humo desde un primer momento en edificios de esas características, permaneció en el limbo de la desmemoria y, sobre todo, en el infierno de la desidia. Solo desde dos irresponsabilidades se puede calibrar la magnitud de lo sucedido. La primera, germina y se desarrolla dentro del propio palacio episcopal. ¿Cómo es posible que la diócesis nivariense financie una emisora de televisión y no disponga de una pequeña parte de su presupuesto para dotarse de un sistema de calefacción seguro? En un edificio de esa magnitud, enmaderado por todas partes, calentaban sus huesos invernales con unas vulgares estufas eléctricas. Al mismo tiempo, ¿cómo a sus responsables no se les ocurrió dotarse de un moderno sistema contra incendios? La segunda grave negligencia -tecnicismos burocráticos aparte- está enquistada en el Ayuntamiento, en sus servicios de inspección y control. Por fortuna, se miran con lupa los cableados, cortafuegos y demás medidas para prevenir y apagar los incendios en industrias, colegios, hoteles, etcétera. Sin embargo, no se había procedido a saber -¿o sí?- cómo estaban las condiciones de la Casa de Salazar para sofocar de inmediato los chispazos de un enchufe recalentado en un edificio del siglo XVII. Me asombró oír por la radio a la alcaldesa de esa ciudad: "Todo ha funcionado perfectamente", rotunda frase, dicha a pie de unas ruinas humeantes, con la seguridad del impune, con la soberbia de quien ha borrado la autocrítica de su diccionario político.
Además de las procesiones que se desgranan a lo largo del año, de la utilización política de la virgen de la Candelaria, del Cristo de La Laguna y del santoral completo que practican casi todos los políticos de estas islas, la no separación entre las cosas de la Iglesia católica y las del Estado español, el sutil cordón umbilical que beneficia a ambos extremos, se refleja en asuntos tan elementales como la prevención de incendios y el favoritismo con que la Administración trata a la jerarquía eclesiástica. Ha llegado a ser tan natural esta connivencia que un día después del devastador incendio, todos los grupos políticos del Ayuntamiento de La Laguna se ponen de acuerdo para ceder la casa de Anchieta a las tareas administrativas del Obispado. Se ha desvestido a un santo -aunque beato, nunca mejor dicho- para vestir a la Iglesia que tiene un ropero muy rico. Se ha transformado otra perla del patrimonio canario -Bien de Interés Cultural, con categoría de monumento desde 1986- en una oficina. (El único consuelo es que se trata de una medida provisional, es decir, hasta que terminen las obras de restauración del edificio siniestrado. Confiemos en que tarden menos que las del teatro Leal que ya llevan tres lustros o las del Paraninfo, casi dos). ¿Contemplaron los responsables políticos la posibilidad de que, con o sin el aval del municipio, un banco podría adelantarle un crédito a la Iglesia y alquilar unos locales comerciales para sus fines administrativos? He perdido la cuenta de los años que se ha pasado el Ayuntamiento de La Laguna mareando la perdiz del destino de la Casa Anchieta, desde la retórica americanista en torno a José de Anchieta, uno de los fundadores de Brasil, hasta un museo de arte contemporáneo. Toda la sesuda profundidad de ese debate cultural se ha solucionado en un santiamén político-religioso. Sin embargo, los proyectos culturales de la ciudad de La Laguna pueden esperar sine die hasta que se lleve a cabo la restauración del Obispado. Por si esta generosidad popular fuera poca -la representación política de los ciudadanos ha decidido ahorrarles el alquiler de unas oficinas-, la Diócesis solicita la limosna de los particulares y, a tal efecto, ha abierto una cuenta corriente (a fecha de jueves pasado, ya habían ingresado 330.000 euros, según su página web). Es imposible no recordar el destino de lo recaudado hace cuarenta años cuando el convento de los agustinos fue devastado por el fuego. Su finalidad era la de restaurarlo, pero la millonada de aquella época sirvió para construir un faraónico seminario que, además de dependencias universitarias, ha albergado hasta una empresa de catering. Fruto de la complacencia que nuestros poderes políticos tienen para con la Iglesia, el solar de la calle San Agustín acabó siendo cedido al municipio, a cambio, eso sí, de otros destinados a futuras parroquias. En este aspecto inmobiliario-religioso están hermanadas las corporaciones de La Laguna y de Santa Cruz, porque esta última prometió no hace mucho la cesión de un multimillonario espacio en Cabo Llanos con destino a una iglesia y a aparcamientos gestionados por el Obispado. Arde, pues, sobre mojado.

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