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Nadir

Calendarios

Siempre que se acaba el año recorto la última página del calendario, hago un avión con ella y la lanzo por la ventana en el momento que suenan las campanadas. Es una manera de ver volar el año, tan buena o tan mala como comer uvas o soplar un matasuegras, con la ventaja de que es más tranquila o por lo menos más ingrávida. Una vez, al salir a pasear el primer día de enero, me encontré mi propio avión junto al bordillo de una acera. Parecía un pajarillo que se hubiera caído de su nido y al verlo tuve un ataque de nostalgia por las cosas pasadas. Me acerqué con cuidado hacia ese animal prehistórico y lo sacudí un poco con la punta del zapato. El avión, que era un calendario, no movió ni un músculo alado, quizá estaba dormido, pensé dándole la vuelta con el empeine. Miré sus tripas y supe, sin lugar a dudas, que estaba tan muerto como un dinosaurio. Tuve que salir corriendo y durante el resto del día no pude evitar pensar que de alguna extraña manera había contemplado el alma material de esos días que vuelan. Al llegar a casa contemplé el nuevo calendario que colgaba en la cocina y me prometí que lo cuidaría con cariño, que no tacharía días, que no arrancaría las páginas para hacer listas de la compra y sobre todo que nunca más dejaría un año volar sin asegurarme de su destino inmortal. Así que ahora sigo haciendo aviones, pero luego salgo a la calle y lo busco con una linterna para prenderlo fuego con un mechero y así asegurarme de que el humo del pasado asciende al cielo y libera el presente de cadáveres en descomposición. Las cenizas, las recojo en un sobre y las mando por correo al ministerio de tiempos modernos para que las analicen y le hagan la prueba del carbono catorce. Claro que no pongo remitente, porque no quiero recibir contestación, pero al menos mi conciencia se queda tranquila y siempre es bueno empezar el año sin remordimientos de calendarios caducos. Lo peor es que este año me regalaron una agenda digital y por primera vez en muchos años no he tenido calendario de papel, así que ahora que llega la nochevieja no estoy seguro de lo que voy a hacer. Quizás lance el aparato por la ventana, pero no creo que vuele bien porque no es muy aerodinámico. Es lo malo de las cosas digitales, que no hay manera de doblarlas, ni de vencerlas, ni de caducarlas. Pero yo no me resisto a dejarme intimidar. He leído que han inventado el papel electrónico así que el año que viene seguro que puedo hacer un avión digital con mi agenda o por lo menos una pajarita virtual. Lo peor es que a esos restos no habrá manera de pegarles fuego sin tener un grave problema medioambiental. Además, para agravar el problema, las agendas digitales no sólo incluyen los santos diarios y las fases lunares, sino que también almacenan canciones, videos musicales y relatos de mentiras bien contadas. ¿Cómo podré eliminar los días sin quitar todo lo demás? ¿Cómo puedo borrar mi pasado si tengo tantas cosas pegadas a él? Me gusta ver volar los aviones de papel y me siento viejo al contemplar este trasto digital que se ha convertido en una parte de mí de la que no me puedo desprender. Quizás empiece el año sintiéndome confuso o añorando esos pájaros muertos que siempre pude quemar. Quizás empiece el año sin entender nada de lo que ocurre a mi alrededor, lo cual sería lógico porque siempre ha sido así. Ahora que los días son digitales yo me he vuelto analógico. Es algo extraño, a lo mejor es que soy un pájaro que resurge de sus cenizas para tomar el té con el ave fénix y celebrar el año nuevo volando sin plumas.

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