Poquita nación
España es una patria difusa con una sola bandera, un himno sin letra que interpretar y un ejército al que ya no hace falta pertenecer que desfila una vez al año y sin necesidad de que la mayoría de los ciudadanos se sientan representados en sus pintureros uniformes de gala. Sólo se ve España en sus fronteras cuando las asaltan los hambrientos y no está, pelmaza, en las escuelas ni en las coplas. A esto no se ha llegado por desdén sino por empeño: a costa de ser excluyente se perdió mucha españolidad muerta en el extranjero y no se dejó de oír a los nietos de algunos hablar de "nuestra España" con toda propiedad. Es "nuestra", de ellos. La España de verdad se nota más en los paradores nacionales, en las procesiones de Pasión, en las disparatadas jornadas de trabajo, en el desempleo, en la estridente suma de todos nuestros ruidos y nuestras voces, en los programas cotillas y en las teleseries costumbristas y en la alegría con la que acudimos al hiper siendo una población hipotecada a 30 años. Esa pátina de polvo es transversal, cubre España de parte a parte, en varias lenguas y dialectos, por encima de los esfuerzos y de los trajes de los consejeros y demás administradores de proximidad.
Esto va en ánimos. Otros prefieren más país y más nación, una bandera de soldados que les defiendan del invasor y un obispazo que les hable en lengua vernácula. Cuando dicen nación dicen poder, cuando dicen estatuto dicen dinero y cuando dicen historia dicen voluntad. Vale.
Esto va en ánimos. Otros prefieren más país y más nación, una bandera de soldados que les defiendan del invasor y un obispazo que les hable en lengua vernácula. Cuando dicen nación dicen poder, cuando dicen estatuto dicen dinero y cuando dicen historia dicen voluntad. Vale.
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