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Nadir

Hoperasion Triunfo

Nadie se acuerda del inefable Toni Santos y su poderío odontológico, pero eso no ha sido ningún impedimento para que miles de ciudadanos tinerfeños vivan intensamente una nueva edición de la farsa, una vulgaridad de pasta gansa, chillidos, sentimentalismo, hipérboles, acné y mentiras. No puedo evitarlo: Operación Triunfo me parece la estupidez más rentable que jamás se ha diseñado por una productora de televisión. Todo es de una falsedad alucinatoria y casi onírica: adolescentes que apenas saben gorjear chillonamente pasan por asombrosas promesas musicales; un conjunto de monitores de aerobic y arreglistas pachangueros se disfrazan de profesores de una academia imaginaria; en un par de meses, la imaginaria academia convierte a los chorlitos en unas estrellas de la música pop condenados a un éxito universal. Operación Triunfo responde, obviamente, a la tipología del reality-show , supuestamente legitimado por sus buenas intenciones finales y por la retórica de los valores que supuestamente irradia, como el esfuerzo, la disciplina o el compañerismo.
Algunos ensayistas de principios de siglo (como en España Vicente Verdú) postulan que lo más dinámico e influyente del capitalismo actual no se dedica a la producción de bienes, sino a la producción de realidad. Al capitalismo industrial le siguió un capitalismo de servicios y hoy disfrutamos y sufrimos un capitalismo de ficción. Desde este punto de vista Operación Triunfo se dedica a fabricar un sucedáneo de realidad en la que el público televidente puede tener una modesta participación. Modesta pero sumamente rentable para los productores. El interés ficcional del programa se alimenta, asimismo, por una impredicibilidad estimulante: como en cualquier ficción pueden contemplarse éxitos y fracasos, amores germinales y soledades irremediables, personajes detestables, buenos y malos que se intercambian sus efímeros papeles, sudor y lágrimas. Lo sorprendente -y lo que amenaza la frescura del formato- es que todos los participantes, todos sin excepción, saben que participan en una comedieta, y actúan plenamente asumiendo distintos roles. Todos menos el público.
Me estomagan los carteles pidiendo la salvación de Idaira, una piba que no canta peor ni mejor que muchos aficionados al karaoke. Me irrita la insistencia babieca en que todos, todos sin excepción, desde Punta Hidalgo hasta el Acantilado de los Gigantes, somos responsables de una carrera musical que carece del más modesto material de talento y preparación artística y técnica. Me resulta grotesco la automática manipulación política por parte de alcaldesas y diputadas que se enfundan una camiseta y pegan berridos y saltos ante las cámaras de televisión. Y la estúpida neblina de patrioterismo isloteñista alrededor de un taimado concurso televisivo.

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