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Nadir

Streets of London

Londres fue la primera ciudad europea en que viví y no me importaría que fuera la última. Los laberintos de ladrillo rojo, el cielo plomizo sobre las grises aguas del Támesis, Dickens y Chesterton, las maravillas de los museos en los que se acumulan espléndidas rapiñas coloniales, el olor de las librerías de viejo, los parques con la flor de sus predicadores, la vida que bulle en el Soho hasta la madrugada de escarcha y hielo, la espesura de la historia y el anhelo de futuro, la experiencia de la convivencia cultural y la libertad democrática, la turbia sensación de esos atardeceres imperceptibles entre la luz y la oscuridad, atardeceres lánguidos en los que se transforman los objetos y te descubres siendo otro sin dejar de ser el mismo. Creo mucho menos en las naciones que en los individuos y las ciudades. "Quien se cansa de Londres", dijo el doctor Johnson, "es alguien que se ha cansado de la vida". Londres es una de mis ciudades y ayer fue atacada brutalmente por el fanatismo cerril y la venganza criminal.
Llegan correos electrónicos y mensajes por telefonía móvil mientras los medios de información suministran datos a cuentagotas y evitan las imágenes más carniceras y sangrientas. Y lo que llega, entre el espanto, el miedo y la rabia, es una estremecedora resignación. Como si los atentados formaran parte de una fatalidad ineludible. "Tarde o temprano tenía que ocurrir", escribe un superviviente desde su casa, con las persianas bajas y la radio ronroneando insignificancias tranquilizadoras. ¿Por qué tenía que ocurrir tarde o temprano? Cuántas cosas sabemos sin saber realmente nada. Toda la responsabilidad de la matanza que enluta a Gran Bretaña corresponde a los asesinos y descerebrados que urdieron el plan y colocaron las bombas. Pero a nadie se le escapa, entreverada el alma de pavor y resignación, que la respuesta exclusiva y macabramente militar a la estrategia del terrorismo globalizado que impulsa el islamismo radical está condenada a un rotundo fracaso. A una endemoniada espiral de acción y reacción. A hervir y salpimentar el caldo de cultivo del terror y sus secuaces.
El miedo no es solo una habitación oscura llena de dolor y miedo. El miedo también es una tentación. La tentación de abolir la amenaza amortajando, incluso con el cariño del más compasivo de los momificadores, las libertades públicas. Una tentación que ya ha sido practicada en los Estados Unidos y en el propio Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y que no sirve para nada. Pero las élites políticas y empresariales insisten, e insistirán, en que la inutilidad es consecuencia del escaso celo. Y defenderán más mortajas, más vendas, más formol, más ordeno y mando. No quiero eso. Quiero que, cuando vaya a Londres, siga encontrando a la vieja y la nueva Inglaterra. Un país de pésima gastronomía, es cierto, pero al que ha costado siglos su espléndida libertad.

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