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Nadir

Relojes 2 (Espejos)

Mi madre no quería que fuese hijo único. Según su teoría, ser el único niño en una familia era malo, de alguna manera se terminaba malcriado o déspota. Por desgracia mi madre no pudo tener más hijos, así que para evitar que me echara a perder me situaba delante del espejo y me decía que mi reflejo era en realidad mi hermano. Como yo era pequeño y además no tenía con quien confirmarlo, pues crecí pensando que lo que veía en esa superficie de vidrio era un familiar al que sólo teníamos acceso a través de esas ventanas que se llamaban espejos. Claro que en mi inocencia, yo no entendía quién era la mujer que sostenía en brazos a mi hermano del otro lado. Mi madre me decía que era mi otra mamá, que yo era un niño afortunado porque tenía un hermanito y dos mamás. Ella hacía lo que creía mejor para mi salud emocional, pero yo crecí con un caos mental que mi padre terminó de empeorar con su manía de hacerme sociable. Porque esa era la otra obsesión de mi familia. Al parecer era importante ser capaz de soportar al resto de la humanidad con una sonrisa en la boca. Según mi padre el éxito en la vida dependía de lo sociable y extrovertido que uno llegara a ser. Decía que la inteligencia era un cuento, que lo que realmente importaba eran las relaciones. Así que ideó un plan, simple y barato, pero útil para mi educación. Como mis padres no tenían mucha familia en la ciudad y no recibíamos muchas visitas, mi padre se las ingenió para aumentar el flujo de personajes extraños que aparecían por la casa. Pero no lo hizo invitando a ningún amigo, sino que se disfrazaba y aparecía delante de mi cama hablando con voz de falsete y simulando que era otra persona. Se ponía diferentes sombreros y adoptaba papeles que improvisaba sobre la marcha. Un día era un mago con chistera que pasaba a visitar a mis padres, otro un indio con turbante que hablaba un idioma incomprensible para mí. Me acostumbré a ver sus ojos marrones adornados con los más absurdos sombreros; lo peor es que me gustaba mucho el juego. Mi sombrero preferido era el salacot, el de safari, que se ponía cuando venía de cazar leones en África. Mi infancia, por lo tanto, estuvo llena de sombreros y espejos, pero le faltó un poco de esa lógica simple que impera en otras casas. Cuando le preguntaba a mi madre por esos señores que me visitaban con gorros extraños, ella me contestaba que eran amigos de mi padre. Si le preguntaba a este último por mi hermanito del espejo o por mi segunda mamá, el levantaba los ojos al cielo y no decía nada. En el colegio, cuando hablaba de mi segunda familia o de los amigos con sombrero de mi padre, me miraban de un modo extraño. Los profesores se asustaban al pensar que era un niño con la imaginación desbocada y se lo contaban a mi madre que razonaba con ellos que eso era lo malo de ser hijo único. Pero luego, de camino a casa, me decía que se lo iba a contar todo a mi hermanito, que él si que se portaba bien y sacaba buenas notas. Yo le gritaba que se quedara con él y me dejara a mí tranquilo. Empecé a odiar los espejos; un día me levanté de la cama y rompí el de la entrada con un martillo. Mi madre se despertó y al ver nuestro reflejo en los pedazos de vidrio, me dijo que estaba contenta porque ahora al fin éramos familia numerosa. Cientos de hermanos y madres mías, me miraban desde los restos del espejo de la entrada. Mi padre, para aclarar la situación se caló una gorra de marinero en la cabeza y se puso a hablar en griego.

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