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Nadir

Relojes

Se han parado todos los relojes de mi casa y me pregunto si acaso estoy sufriendo una maldición moderna. Desde hace unos días, el de la cocina marca las once menos cuarto y el del comedor se ha quedado fijo en las seis menos cinco. Así que aunque no tengo ni idea del momento en el que vivo, al menos puedo elegir la hora en la que me gustaría detenerme. Pero lo peor es que los aparatos de mi casa siguen poniéndose en huelga. Los relojes son la avanzadilla de una rebelión silenciosa contra la que es imposible luchar. La semana pasada la llave de la cisterna se rajó y tuve que entrar en patera en el aseo. Ayer la secadora dejó de hacer su función principal y ahora se dedica a marear la ropa húmeda sin decidirse a arrancar el agua de sus entrañas textiles. Me siento como un bombero apagando fuegos fatuos. El ordenador no arranca, el sistema operativo se actualizó con errores y ahora ya no consigo ver las ventanas más famosas del universo. El otro día se desfondaron los bolsillos de mis pantalones vaqueros y después, el llavero se estropeó dejando caer los manojos de llaves por todos lados. Mi mundo construido con esmero alrededor de una serie de aparatos que me cuidan se está desmoronando lentamente. Me siento impotente, me siento idiota, me siento en una silla rota. Traté de hacer una telecompra, pero mi tarjeta había caducado. El cajero automático no funciona, mis gafas están mal graduadas, mis plantillas están deformadas, mi cabello está lleno de canas y mi mente está atascada, como los relojes de pared de mi casa. Claro que lo bueno es que siguen siendo las seis menos cinco o las once menos cuarto según me convenga. Quizás la maldición al fin y al cabo termine siendo una bendición. Mi vida ya no tiene tiempo y por lo tanto, gracias a la maravilla de la relatividad, tampoco tiene espacio. Si ya no tengo que preocuparme de esas dos variables, tampoco debería hacerlo por una secadora, una cisterna, un ordenador, unas gafas o cualquier otra máquina sin alma. Las cosas son ahora más sencillas. Siempre que quiero quedar con un amigo, lo hago en alguna de las horas que tengo dibujadas en mis relojes. Le digo que venga a mi casa y después entramos en la cocina o en el comedor según la hora a la que hayamos quedado. Siempre somos puntuales, siempre somos felices. Lo invito a ayudarme a secar la ropa a soplidos y si me comenta algo, le ofrezco nadar en el lago que hay en el baño. Tengo la ropa húmeda, pero no me importa porque así no noto el agua que cae de la cisterna. Tengo las gafas mal, pero me da igual porque así no veo las caras de la gente cuando la invito a secar la ropa a soplidos. Escribo a mano, como antes de que existieran ordenadores y la tinta se me corre con la humedad que chorrea por mis dedos. Miro el reloj, todavía son las once menos cuarto, quizás luego me levante y avance hasta las seis menos cinco. Pero me da pereza, porque me gusta que el tiempo y el espacio se hayan detenido en mi casa. Podría tratar de cambiar las pilas de los relojes, o llamar a un fontanero o al servicio técnico de algún electrodoméstico, podría, es cierto, pero entonces el mundo volvería a ponerse en marcha y tendría que vestir ropa seca, encender el ordenador y planear una agenda con más de dos posibilidades. Por eso de momento miro los relojes y escucho el tictac inmóvil que surge de ellos y disfruto de la sensación de silencio que imprimen las cosas rotas. Espero que, al menos, mi marcapasos no decida sumarse a esta huelga de agujas caídas que me rodea. Aunque quizás eso tampoco estaría mal, quién sabe.

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