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Nadir

Nauseabundo

Es absolutamente inútil intentar dialogar con la mohosa carcunda que vocifera en todas las esquinas por la aprobación de la reforma legislativa que permitirá contraer matrimonio a homosexuales y lesbianas. Simplemente porque no están dispuestos a argumentar su posición e intentar entender un juicio opuesto o, siquiera, diferente. Obviamente desprecian el espíritu democrático, pero también cualquier liberalismo: ese intento de entender las razones del otro. Los que se oponen furibunda e insultantemente al matrimonio de homosexuales y lesbianas no están dispuestos a cuestionar sus prejuicios. No los reconocen como tales, sino los identifican con la normalidad de sus pequeño universo mentecato, con el orden de las constelaciones, con la armonía predeterminada del Cosmos. Claro que queda el discurso de ridiculizarlos, pero es que me dan mucho asco, y cuando algo te da mucho asco, hasta su propia caricatura se te hace insuperable. No me refiero a los que, al menos, se toman la molestia de intentar argumentar jurídica, ética o culturalmente su rechazo a una medida que el PSOE llevaba en el programa electoral con el que se presentó a las elecciones generales de marzo de 2004, sino a las numerosas recuas babeantes que en los medios de comunicación lanzan coces entre rebuznos terriblemente apocalípticos o pretendidamente hilarantes.
Esta panda de asquerosos ejerce su imbecilidad intolerante en varias modalidades. Citaré solo dos. La primera, la del homófobo simpaticón. El homófobo simpaticón se ríe y hace muecas porque le resulta muy divertido que dos personas del mismo sexo, dos hombres o dos mujeres, se quieran, se amen, se deseen y compartan cotidianamente la vida, con las mismas grandezas y miserias que cualquier otra relación sentimental. Para el homófobo simpaticón, que no suele tener ni puta idea de la vida ajena, que jamás ha puesto en cuestión las inercias emocionales, culturales e ideológicas que padecemos todos, el que homosexuales y lesbianas puedan casarse es el colmo de lo grotesco y lo risible. Si alguien le llama homófobo, el homófobo simpaticón, simpaticón y oligofrénico, suele responder de inmediato que tiene muchos amigos homosexuales, de lo que solo se puede colegir que algunos homosexuales deberían elegir mejor sus amistades.
Hay otro grupo de intolerantes nauseabundos que me resultan más respetables: los que no se andan con paños calientes y se lanzan al cuello del insulto. Así ocurre con un articulista tinerfeño, que ha gritado su patriótica y machorra indignación porque puedan casarse "maricones y tortilleras". Que se casen como perros, como perras, los muy perros, las muy perras. Solo una cosa: sus opiniones, su grosera sarta de insultos e insensateces, me provocan un asco infinito, pero retratan muy bien la deriva de un periódico en el que se execra a miles de ciudadanos isleños.

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