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Nadir

Llámame Leti

Cuando, ya adolescente, descubrí que mis padres me bautizaron María del Carmen Balbina Gloria del Monte Carmelo, no les guardé rencor porque pensé que los viejos habían hecho una inversión nominal para que pudiera guarecer un buen matrimonio y salir en las páginas en blanco y negro del ¡Hola!, que es donde aparece la gente que tiene posibles de verdad y a los que, por si fuera poco, les sobran hasta apellidos.
Transcurridos muchos años, la inversión paterna resultó un auténtico crack, lo que me llevó a realizar un análisis macroeconómico del fallido intento para descubrir que no basta con tener cuatro nombres, sino que es necesario contar con una preposición y/o conjunción o guión que enlace los apellidos. Al estilo Fitz-James. O Fernández de la Encina y Sotogrande. No obstante, lo esencial, tratándose de una mujer –como es mi caso– es disponer de un diminutivo que consagre el estatus social. Por ejemplo, Chiti. O Pitita. Incluso apelativos como Pupi, Chuchi o Chichi son socialmente aceptados en los círculos de la sociedad pudiente, donde suelen destacar por su sencillez a la par que elegancia, las portadoras de estos alias que a muchos nos provocan la risa. Ignorantes que somos. Ahora, lo último de lo último, lo más fashion, tras el anuncio de la boda real, es tener un nombre español con una errata extranjera. Por ejemplo, Letizia en vez de Leticia, así que me he apresurado a contárselo a mi cuñada para que le ponga una hache a Elena y no responda a quien no la llame por el apelativo de Bilita. A mí me pusieron Mary, como las domésticas. Y encima, libro los jueves.

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