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Nadir

Tiempo y cohetes

Aunque no pueda parecerlo, las naves espaciales y los niños pequeños son muy parecidos. Para poner en órbita un cohete hay que gastar mucha energía, tanta como para conseguir que un bebé se convierta en persona. Los riesgos del despegue son muchos, si alguna cosa sale mal el aparato puede perderse en el espacio exterior y no regresar jamás o lo que es peor, puede estallar en mil pedazos y dejarnos la sensación de pérdida irreparable. Nadie quiere perder un cohete, porque aparte del esfuerzo, en ellos hay metidas muchas ilusiones y sueños, muchas esperanzas de futuro y muchas apuestas personales. Para poner en órbita un cohete, hay que aprovechar ciertas ventanas de tiempo. Da igual si se manda a la luna o a dar vueltas a la tierra, el momento del despegue no puede ser cualquiera sino que debe estar situado en un espacio de tiempo muy delimitado. Pasa lo mismo con los bebés. Si uno quiere que duerman o que coman no puedes hacerlo cuando tú quieras sino que tienes que esperar a que los planetas estén en la situación adecuada para aprovechar el momento. Si dejas escapar la oportunidad, la pierdes para siempre o por lo menos para un buen rato. Por eso son tan importantes las rutinas y los ciclos planetarios, porque permiten que todo funcione bien, dentro del esfuerzo ingente que supone mandar un trasto a la luna o darle de comer un potaje a un bebé. La exploración espacial y la natalidad son cosas mal vistas en estos tiempos. Es lógico porque cuestan mucho dinero, mucho esfuerzo y el resultado no es inmediato ni predecible. Por eso las familias numerosas de antes y los cohetes que llegaban a la luna ya casi no existen salvo en las fotos en blanco y negro de nuestros padres. Ahora se llevan las familias pequeñas y las misiones espaciales diminutas. Pero aún así el espacio exterior y los niños son siempre una apuesta de futuro, un paso adelante en un camino desconocido, una locura bonita que sólo se valora cincuenta años después. Porque las locuras no se pueden medir en una economía de mercado y gracias a ellas el mundo avanza. Aunque avanzar es una palabra confusa, en realidad el mundo no avanza sino que sigue dando vueltas a su propia rutina, igual que nuestros hijos siguen girando alrededor de sus sueños y quimeras. Pero eso es bonito, incluso necesario. Los niños y las naves espaciales se suelen llevar bien, porque forman parte de la misma especie. Forman parte de las cosas que se hacen pensando en el futuro y no en la cuenta de resultados del próximo mes. Cada despegue y cada nacimiento es un salto al vacío que nos conduce hacia nuevos futuros impredecibles. Y el mejor futuro es aquél que no esperamos, aquel que es fruto del esfuerzo y la locura. Es difícil mezclar estas dos cosas, pero a veces se consigue, y entonces, aunque no nos demos cuenta, estamos cambiando el mundo. Por eso, todos somos hijos de astronautas.

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