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Nadir

Pero que risa la risa, oye

Un pueblo tan preocupado por su Carnaval, o mejor, un pueblo al que solo le mueve y remueve su Carnaval es un pueblo rumboso y simplón, un tanto patético y con tufo a rancio. Es un pueblo pasto de la manipulación, un pueblo que se levanta solo porque no le dejan hacer fiesta en la calle; qué risa, chicharreros, qué pena.
Que conste que soy de los que opinan que el Carnaval, como el fútbol, no es que sea cuestión de vida y muerte, sino algo mucho más serio que eso. Es demasiado serio como para que algunos le busquen la rentabilidad de las cosquillas y el gesto malhumorado.
En el catálogo de patetismos recientes ya no se sabe qué es peor: si el empecinamiento del abogado Campos y sus cuatro vecinos (con ese Justo empeñado en perder los cuatro gramos de prestigio que le quedaban) por cargarse el Carnaval, o si el victimismo patriotero del Ayuntamiento, bombero y pirómano a la vez. ¿Qué me dicen de esas manifestaciones "espontáneas" de carnavaleros de pro, preocupados por que su fiesta no se celebre? ¿Y esa publicación interesada del auto, un auto que es más un "veremos" que un "ordeno y mando"?
Al final, erigido como salvador del chicharrerismo y lanzando llamamientos a la calma -¿quién está nervioso?-, surge la imagen de Miguel Zerolo, adalid del Carnaval, aunque la fiesta le importe tres pitos de murga y medio de pata con queso.
El aviso del año pasado no sirvió para absolutamente nada. ¿Qué se hizo durante los últimos doce meses? ¿Se buscaron fórmulas de acuerdo con los vecinos o soluciones legales para evitar otro auto, más allá de la machangada de hace dos semanas en el Parlamento de Canarias? ¿Se hizo algo, aunque fuese alguito? La respuesta está en el auto. Pasotismo total, algo que casa perfectamente con la actitud de este consistorio ante la que dice que es su fiesta más importante: un Carnaval sin museo, sin concejalía propia, sin un equipo serio dedicado a pensar en él durante los 365 días al año.
Olvídense de Miguel Zerolo, el verdadero salvador del Carnaval es Felipe Campos, el abogado de los vecinos mosqueados. Su empecinamiento legal conseguirá lo dicho ayer en este mismo final de columna: la locura padre. Ahora, prefiero ese Carnaval prohibido, ilegal y definitivamente anárquico que una fiesta a medio gas, con música pero bajita, con todo el mundo para su casa a las seis de la mañana, una fiesta como le gustaría a Zerolo.
El auto del Juzgado número Uno de lo Contencioso Administrativo de Santa Cruz de Tenerife que suspende los mogollones en las calles por su alto nivel de ruido, ha desatado una ofensiva conjunta del Ayuntamiento y de las agrupaciones del Carnaval, indignados por la suspensión cautelar. "Se hunde el Carnaval", están diciendo; Zerolo pide "calma y tranquilidad a los chicharreros" pero ha publicado un Bando "embargado por una profunda indignación y una honda tristeza" ante la intromisión de los jueces. "El Carnaval peligra", titula El Día.
No hay tal. Se trata simplemente de la habitual colisión de derechos y de la necesidad de establecer cuál es el límite de cada uno y cuál es el que debe prevalecer sobre el otro. Los ciudadanos, en general, tienen derecho a los Carnavales; pero los ciudadanos, en general pero en particular también, tienen derecho al descanso. Los reglamentos y ordenanzas, y directivas europeas, gracias a Dios, establecen cuál es el máximo nivel de ruido permitido, traducido esto en decibelios o en sensatez, para que la gente corriente pueda descansar conforme a sus necesidades.
¿Qué derecho es más importante? ¿Puede uno de ellos confiscar los derechos ajenos? No se trata de una discusión teórica, sino del debate de fondo que se está planteando. Si año tras año, no un día aislado, sino a lo largo de semanas, unos vecinos se ven impedidos de dormir con normalidad, están sufriendo una confiscación efectiva y medible de sus derechos. Miguel Zerolo, alcalde santacrucero, cree que las víctimas "no están siendo solidarias", pero es que quienes sufren en su persona daños a la salud producidos por el rebumbio callejero, no tienen que ser solidarias; son los que molestan los que tienen que serlo.
En la Europa civilizada -por aquí andamos todavía descubriendo la pólvora y los tranvías, y los alcaldes y concejales se sorprenden cuando una anciana que se rompe una cadera en una zanja mal señalizada gana una indemnización en los tribunales- estas discusiones están superadas. Allí, en Gran Bretaña, en Bélgica, en Alemania, en los Países Bajos, en Suecia... ni los perros ladran por las noches más, en todo caso, de un par de ladridos de reafirmación de su personalidad. Pero el guau, guau, guau, guau, guau... constante a lo largo de horas, nocturnas o diurnas, lo mismo da, ni siquiera se concibe. Aquí cualquiera puede tener media docena de chuchos, sin documentar y sin chip y sin vacunas, sin bozal, sin educar y sin limpiar, que molestan a la vecindad y constituyen un peligro sanitario, y los ayuntamientos se declaran autistas. Desatienden su obligación principal. ¿Y cuál es nuestra obligación principal?, llegan a preguntarse algunos alcaldes y concejales. Pues desarrollar y hacer respetar los derechos elementales, de sentido común, de los vecinos. Y uno de ellos es el derecho al descanso.
Es muy cómodo para los políticos hacer lo más fácil. En vez de crear zonas adecuadas para los actos masivos que demande la tradición o personalidad del lugar, Carnavales, conciertos de rock o pop, etcétera, eligen la calle o las plazas públicas, enclavadas en áreas netamente residenciales. El Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria podría haber tenido ya desde hace años un magnífico recinto para este tipo de acontecimientos, la Ciudad de la Música, en el Rincón, al lado del Auditorio, de Las Arenas, con estupendas comunicaciones y en un enclave aislado de los edificios de viviendas. Los decibelios solo molestarían a las pardelas que revolotean por la noche de regreso a sus nidos o a sus apartamentos, como se llame según los ecologistas, que uno no puede meterse en eso porque sale desplumado. Para respetar los derechos de las pardelas hubo que modificar el sistema lumínico del puente. Pero el respeto de los derechos de los ciudadanos ocasiona discusiones estúpidas.
Los ciudadanos de Santa Cruz de Tenerife tienen derecho a divertirse, a disfrazarse, cómo no, y a quedarse sordos si voluntariamente así lo deciden. La sordera por propia decisión es un derecho, siempre y cuando no incremente el gasto del Servicio Canario de Salud, que pagamos todos. Pero los ciudadanos de Santa Cruz también tienen derecho a dormir o a sestear; ni los niños, ni los ancianos, ni los trabajadores, ni los enfermos pueden verse machacados por el jolgorio de otros.
¿La solución? Muy sencilla: responsabilidad, inteligencia y encontrar una alternativa. Elemental, queridos Zerolo y Luzardo, y otros, políticos o relumbrones de todos los colores y periodistas machangos y murgas con diarrea crónica.

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