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Nadir

Prejuicios al por mayor

En los últimos años, como consecuencia de la inusual llegada de inmigrantes -legales o ilegales- a las Islas, me he visto obligado a escuchar todo un rosario de juicios de valor e intención en los que se suelen mezclar, desde una alegría argumental improcedente, los términos racista, xenófobo, clasista, mago, etcétera, como si fueran sinónimos. Además, por si fuera poco, se ha tenido a bien descalificar a todo aquel que, desde su buena fe y sin tener miedo a las consecuencias, se ha atrevido a decir que no se encuentra a gusto con aquellos que vienen de otras tierras pisando fuerte y dispuestos a ascender, rápidamente en la escala social, con un sinfín de ayudas sociales escandalosamente faciles de conseguir sin tener en cuenta que aquello con lo que se encuentran al llegar -lo bueno y lo malo- es el fruto de un esfuerzo colectivo que se ha fundido en el crisol del tiempo. Uno piensa que, en buena lid, tan respetables son los que se confiesan a favor o en contra de las inmigraciones masivas e incontroladas. Creo que el mismo esfuerzo de comprensión se merece aquella persona que admite rechazar esta nueva situación como aquellos otros que afirman, desde una meridiana y sorprendente comprensión, que nunca, jamás, se le deben poner puertas al campo. A título particular debo decir que creo no haberme liberado del todo de un estigma que me marcó desde la infancia: el rechazo que sufrí, junto a otros niños de mi época, por la gente de esta misma tierra -parecido aspecto, la misma manera de hablar?- que tenía un vivir desahogado; la burguesía y las clases pudientes. Espero que resulte fácil entender que aquel inmerecido trato, cuando tenía los tiernos sesos de un chiquitín mocoso, me haya marcado luego hasta el punto de incorporar a mis propuestas vitales mi numantina e incruenta defensa de la igualdad de los seres humanos. Una igualdad, para nada gratuita, que debe ser buscada y encontrada a partir del esfuerzo personal y siempre que se nos dé, y aquí está el quid de la cuestión, la oportunidad de lograrlo. Aquella amarga y lacerante experiencia, en la que fuimos rechazados, como si fuéramos apestados, por los naturales de la Isla que ocupaban situaciones de privilegio, nos anima a elaborar un razonamiento que termina por concluir en una pregunta que consideramos crucial: ¿Cómo es posible que quienes así nos trataron y trasladaron a sus descendientes esta misma manera de comportarse tengan el cinismo de proclamarse -de cara a la galería- defensores de moros, negros, amarillos, cobrizos?? No nos sorprenden estos excesos de fariseísmo laico porque los conocemos y sabemos de la pata que cojean. No nos preocupan porque hace mucho tiempo que sabemos que no puede mirarnos por encima del hombro los que quieren sino los que pueden. Lo que si debe preocuparnos, y mucho, es que en las nuevas generaciones se perciba una reactivación de los sentimientos clasistas en función de la posición social, la cuenta corriente, el lugar en que se vive, la forma de vestir, o las familias que atropellas. Sería un triste volver a empezar y a darle pleno sentido a ese decir popular que asegura que no hay peor cuña que la de la misma manera.

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