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Nadir

Garzonazo Culture Club

Ellos van de gala. Vestidos de oscuro con corbata de Loewe y algo de purpurina sobre los hombros, restos inconfundibles de una fiesta tremenda la noche anterior, que caspa no es, que ellos jamás tienen caspa. Perfumes de marca y relojes de oro, si que tienen, porque ellos son los que comen en los mejores restaurantes, los que bailan con la más guapa, los que llevan maletín de cuero y el móvil encendido pegado a la oreja derecha, siempre a la derecha. Ellos me fascinan y me obligan, inconscientemente, a mirarles la corbata y, sobre todo, me impulsan a revisarles detenidamente las gafas, el maletín, el pañuelo de seda perfectamente colocado en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y esa carita inocente de hombre bueno que lo está haciendo todo pulcramente bien. Son siempre los mismos; de la misma hechura, con el mismo gesto, con ese aire despectivo que les da la gomina y la camisa del Royal Nautic Club. Te miran por encima del hombro y a ras de la barbilla por no hacerlo de frente que es un rasgo fundamental de esa especie de guapos acostumbrados a salirse con la suya y con lo ajeno a costa de lo que sea: robando, extorsionando, falsificando y recibiendo los aplausos de la madre corrupción que los ha vestido de Lacroix para el evento. Y no es una inquietud mía de pobre de aeropuerto que los odia a morir por tener tarjeta de oro Binter Canarias y salir siempre los primeros cuando hay atascos; no, no es eso, de verdad que no, que ellos siempre fueron así, desde que eran niños y empezaron a despuntar en lo suyo. Niños especiales y raros, eso sí. Y no es un gesto heredado, que muchos vienen de extracción humilde, de padres esforzados y luchadores que han querido darles a sus hijos lo mejor y decidieron un día que lo mejor eran Las Asuncionistas o El Pilar y de ahí les viene aprendido el gesto, la soberbia encubierta, la mirada de soslayo, el rictus de yo no he sido, que ha sido ese, que yo llevo la piedra escondida en la mano y la mano en el bolsillo de mi magnífica cazadora y yo no hago nada malo, padre, que son los demás que quieren sacarme de mis casillas por guapo; de ahí el discursito de que es una maniobra de la oposición para desestabilizarlos o un invento de la justicia que la controlan los otros que no los pueden ver ni en pintura; de ahí esos modos y ese extraordinario razonamiento de que nunca harían daño a un inocente pero en cuanto das la vuelta se quedan con el diez por ciento de todo lo que respiras y, hala, al Casino, a cambiarlo por fichas de a tres mil euros o a esconderse en un convento del Opus en Jerez o a ponerse de rodillas para rezar por los millones de desgraciados que han dejado tirados en la puta calle. Y a vivir, que son dos días. Y a follar que el mundo se va a acabar. Y a gritar. Y a seguir mintiendo sentados en el polo magnético de su arrogancia.

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