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Nadir

Cables

Odio los cables, sobre todo los eléctricos. Todos los artilugios que en apariencia no disponen de ellos, los aparatos portátiles, móviles o sin hilos, terminan incluyendo algún tipo de cable para enchufarlos o para escucharlos. Por las noches, sueño que vivo en un mundo inalámbrico, pero cuando me despierto me doy cuenta que cada día que pasa tengo más cables a mi alrededor. Incluso la televisión termina entrando en mi casa por uno de ellos. No hay escapatoria, el mundo es una madeja que no hay manera de desenredar. La publicidad nos induce a creer que vivimos en oficinas sin papeles y sin cables, pero todo es mentira, cada día gasto más folios y tropiezo con más cables. En mi maleta, cuando viajo, hay por lo menos tres de ellos y ninguno es para enchufarme a mí mismo a la corriente. Por ejemplo, mi teléfono móvil que es pequeño, me obliga a viajar con el cargador, un aparato más grande que él. Por las noches en la soledad de los hoteles, el teléfono permanece inmóvil pegado a la teta eléctrica que lo alimenta de energía, mientras yo me admiro de que todo el mundo que se mueve por el mundo lo haga cargado de esos aparatitos negros que tienen tan poco glamour. En definitiva, que las cosas se mueven, pero arrastran cables y por lo tanto cada día que pasa las mesas de los despachos parecen helechos de plástico y en las casas resulta casi imposible pasar una escoba por el suelo sin engancharla en alguno de los que circulan por las baldosas, cual gusanos perezosos. Pero como nos hemos empeñado en denominar el mundo en que vivimos como sociedad sin cables, lo que hacemos en enterrarlos en el subsuelo o empotrarlos en las paredes para que nadie los vea. Quizás por eso, los cables que más me gustan son los de corriente eléctrica de alta tensión. Normalmente, están colgados de tres en tres en esbeltas torres de hierro, describiendo elegantes catenarias que le confieren al paisaje una referencia visual inevitable. Dichos cables tienen la peculiaridad de servir de apoyo para las aves y de alguna manera gracias a esa simbiosis cable pájaro, se integran de una manera limpia en el entorno. De pequeño me preguntaba cómo era posible que se pudieran apoyar en cables de alta tensión, cuyas torretas exhibían el dibujo de una calavera en su base. Descubrí que la electricidad solo es peligrosa si toca, a la vez, la tierra u otro cable, así que los pájaros, desafiando el peligro, pueden apoyarse en trescientos mil voltios y seguir llenos de plumas. El único problema es que las aves grandes, pueden abrir las alas y tocar dos de esos cables eléctricos, por lo que automáticamente quedan convertidos en pollos asados. Esa es la razón principal por la que no se suelen ver buitres o águila imperiales sobre las líneas de alta tensión. El caso es que la sociedad se ha llenado de cables y nosotros, los humanos, parecemos pájaros. Porque en cierto modo cada vez tenemos más posibilidades de viajar o de volar, pero al final terminamos apoyados en algún cable sin sospechar el peligro que nos acecha si queremos abrir nuestras alas. Porque el mundo sigue teniendo demasiados cables. La mayoría subterráneos, fuera de la vista para aparentar, pero muchos de ellos todavía están al aire, esperando a pájaros despistados para freírlos sin escrúpulos con voltios de calavera. Y yo no puedo evitar sentir lástima de esos pájaros, que inocentemente se han apoyado en cables de alta tensión y que mueren cuando tratan de alzar el vuelo o cuando conectan con la tierra. El mundo sólo fotografía a las aves retozando en los cables, pero olvida a las que se han carbonizado por su culpa. Odio a los cables, porque son una esclavitud, porque sirven para ahorcar y porque queman pájaros inocentes que lo único que querían era volar.

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