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Nadir

Barrio

Si quisiéramos definir objetivamente un barrio habría que sumarle al contenido geográfico (realidad reconocible), aquello que no se ve ni se puede tocar: lo mágico que subyace en el mundo infantil. Un barrio es una geografía que se halla inmersa en otra mayor, usa unas vías de comunicación para relacionarse con la totalidad, pone a sus habitantes en relación entre sí y los compromete en los medios de producción social a través de sus trabajos. Allí se fragua la cultura ciudadana del individuo, y la cultura es a la sociedad como el alma, o lo creativo, es al cuerpo. Muchos no hemos nacido en esta ciudad que mira al mar, pero nuestra infancia discurrió entre las calles La X y Ramón y Cajal (Barrio Duggi). Recuerdo aún sus vías todas levantadas con las tripas al aire, pues se realizaba el primer asfaltado de El Monturrio. Barrios con solera eran el Barrio Salamanca, Toscal, Cuatro Torres, El Cabo... También Duggi, como todos los barrios, tenía su personalidad propia y era imposible vivir fuera de ella o sustraerse a su influencia. Si la niñez pasada en una ciudad no fuera fraguada en un barrio, un adulto es casi nadie, sólo desmemoria, porque la raíz de toda capacidad creativa y productiva está en los elementos que la sustentaron. La niñez se fabricó con retazos de las vidas con quienes nos relacionamos, y nos conforman tanto sus castigos como las caricias y amores. Un niño es la marmita donde se cuecen los elementos que modelan al adulto futuro. Todo adulto estará contenido, como una semilla, en el niño. Lo que recibe es cocido en su propio barro con el fuego de las emociones, sentimientos o conflictos. Junto con los cachetones, le entran en el mismo guiso las nanas cantadas al anochecer, los cuentos viejos de misterios y de hadas oídos junto a la gente del barrio en la plaza; los olores de las cocinas del vecindario mezclándose las especias con el café, la leña o el carbón, el petróleo o el gas, y el paisaje... El paisaje interior y exterior del lugar es fundamental para entender la luz que luego habitará en la vida de un adulto. El gran paisaje es, por supuesto, la ignorada madre naturaleza, pero sin llegar a tan grandes dimensiones el niño la observa y goza más desde su utilidad y cercanía que desde el concepto universalizado. Reconocerá primero su propia calle, con los peligros, acechanzas y horas de tregua, donde el juego y la convivencia con los amigos debe ser posible y necesaria. Descubrirá luego otras calles y, al fin, el barrio entero, ¡en el proceso de toda una excursión al universo abierto! Porque el barrio sólo tiene límites cuando los chicos de otro barrio, normalmente concebido como una tribu enemiga, se acercan e invaden su territorio. Eso le enseñará que él es un miembro con todo derecho de una tribu, y su barrio es la condensación de todo el paisaje y en ese entorno, para poder ser feliz, debe tener acceso a todo lo necesario, cuando no sea así, o sucumbe o buscará sus nuevas esperanzas en otros sitios, en lugares que deseará y que están más allá de su entorno. Cuando el niño viaja a conocer el mar, está reconociéndose en la carne de emigrante que conforma a un isleño, y se le prende en la mirada un deje de añoranza que quizá pronto olvide pero que seguramente realimente. Para cuando transita sin saber adónde va, cuando camina por las calles de su ciudad hasta cansarse, hasta perderse..., estará andando por la piel de este mundo sin fin. Se ama aquello que se conoce, aunque también las ilusiones y esperanzas nos ayuden a dar el salto hacia lo desconocido y atraerlo hacia nosotros con la fuerza del amor. Siempre habrá que renovar los deseos para insistir en las conquistas. El amor es vibración de la energía que subyace en el corazón, también lo es la voluntad de ser y tantas otras cosas del humano que crece. Los estudios, las lecturas, el parque y sus ferias de primaveras, veranos, otoños, inviernos, la plástica o el cine... son un cúmulo de energía conformada creativamente. El niño, con toda su experiencia vivencial, junto con quienes los cuidan o asisten, conforman una iconografía sustancial en la orografía del barrio: son, en sí mismos, un producto de identidad cultural difícilmente sustituibles. Un barrio y un niño se funden en una misma seña de identidad.

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