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Nadir

Alto el fuego 3

Noticias como la del "alto el fuego permanente" de ETA lo interrumpen casi todo. La vida, como se sabe, está compuesta por acontecimientos que conmueven, pero no paralizan, por los que recibimos y asimilamos y, muy de vez en cuando, por aquellos que nos dejan como suspendidos en el aire de la cotidianeidad. La esperanza de no ver más la nube negra de ETA sobre nuestras cabezas, me ha hecho recordar otros tiempos y circunstancias. Los de mi generación hemos vivido con ETA como lo hicimos bajo Franco: formaban parte del paisaje. No acabamos con el dictador en vida, pero tampoco él pudo con todos los que deseaban su desaparición. Aunque tardó unos años, el franquismo se disolvió. A pesar de sus residuos, de transiciones no tan modélicas y de demasiado silencios cómplices, todo aquel cartón-piedra se vino abajo porque ya no tenía cimientos, porque la sociedad española iba muy por delante de la unidad de destino en lo universal. Carcomida la carpintería, se edificó la democracia piso a piso. La sociedad y los políticos de aquellos finales de los setenta y principios de los ochenta supieron estar, grosso modo, a la altura de las circunstancias históricas. Ahora estamos frente a la posible liquidación de otro totalitarismo. Según los conocedores de los entresijos etarras, la organización terrorista podía seguir matando y chantajeando. Sin embargo, si no se decidía a igualar la barbarie islamista, si sus atentados no se equiparaban a los del 11 de marzo de 2004, ya podía empezar a establecer el inventario de su derrota, a negociar la vuelta de los suyos al redil de la política o de la vida más o menos normal. Ponerse de acuerdo en cómo lograrlo, en cómo hacer esa transición, esa es la cuestión en la que toda la sociedad española, a través de sus representantes, debe estar implicada. Sin bajuras partidistas y electorales, con la capacidad que otorgan la palabra y la fuerza democráticas, sin perdón y sin odios.
Aturdido por la emoción y la esperanza, esa fue la reflexión que me hice a media mañana del miércoles pasado. Llamó un amigo para decirme que abriera la ventana de Internet: "ETA declara el alto el fuego permanente". De pronto, la compañía de los libros que amurallaban la mesa del despacho me resultó tan escuálida que necesité convertirme en un eslabón más de la cadena informativa. Me pareció otro de esos "momentos históricos", es decir, de aquellos que, más tarde, recordamos por encima de la neblina diaria. Pasada la conmoción primera y a la vista de las reacciones de algunos políticos de la derecha, he vuelto a la realidad de las trincheras que en este país se construyen con tanta facilidad (no sólo de los políticos, porque también un señor mayor, tras servirnos las dos cañas con que pretendíamos festejar la buena nueva, nos espetó: "Ahora sí que el Zapatero ese ya ganó las próximas elecciones"). No me gustan los ditirambos, ni siquiera en forma necrológica. Sin embargo, me pareció que la intervención del Presidente en el Congreso de los Diputados, horas después del anuncio de la banda terrorista, fue un ejercicio de prudencia y de sentido del Estado. Ofreció al PP la máxima información y recabó su imprescindible apoyo para andar por el largo y difícil camino que aún queda, es decir, para que ETA pase a formar parte solo de la memoria histórica de España. En frente y a pesar de haber rebajado el tono de sus primeras declaraciones -esas, por cierto, que delatan a quien vive atado al guión prescrito-, un Mariano Rajoy de acero inoxidable. No habló de esperanza, ni siquiera de la normal cautela con que han de acogerse ese tipo de ofrecimientos etarras. Se limitó a ofrecer lo obvio: colaborar para que se respeten las reglas constitucionales (dijo que tampoco la banda ha pedido perdón a las víctimas. Es normal, añado yo, porque ETA, como cualquier organización fundamentalista, cree estar en posesión de la verdad. En eso se parece a la Iglesia católica que ha tardado cinco siglos en lamentar, por ejemplo, la barbarie inquisitorial). Al contemplar su rostro y los de algunos corifeos suyos, era difícil reprimir la sensación de que este anuncio les privaba del martillo pilón con que durante los dos últimos años han querido hacer añicos al Gobierno de la nación. Otra declaración en caliente, la de María San Gil, ridícula y permanentemente enfadada dirigente del PP en el País Vasco, fue otro mazazo descorazonador: "Zapatero necesita que ETA le dé argumentos para seguir defendiendo lo que está defendiendo y ETA necesita que Zapatero siga en la Moncloa..." Regreso a Canarias y, además de la alambicada distinción semántica de Adán Martín sobre la diferencia entre tregua y alto el fuego permanente, otra patada en las sienes de la razón. El autor de la patochada, teledirigida desde el cerebro de Mayor Oreja, ex ministro del Interior, es Jorge Rodríguez, portavoz del PP en el Parlamento canario: "Zapatero quiere hacer saltar a España por los aires. Es lo mismo que lo de Cataluña... El anuncio forma parte de la alianza arcangélica desplegada por Zapatero". Frente a esa cortedad y bajura de miras, el alcalde de Madrid, uno de los rostros de la derecha necesaria, sospechoso de heterodoxia para la actual cúpula del PP, decía en paralelo: "Una magnífica noticia, una de las más importantes desde hace muchísimo tiempo en la política española. Marca una inflexión". Esa es la altura mínima que cabe exigir ante un reto tan cargado de esperanza.

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