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Nadir

Allá como allá, y acá como acá

No faltan quienes aseguran que el fenómeno de la emigración en Canarias está lleno de ventajas porque el intercambio cultural que se produce -mejor sería decir, que debería producirse- contribuye al enriquecimiento de la población vernácula en muchas y variadas vertientes. Verdad es que quienes participan en esta manera de pensar no han tenido a bien estudiar las notables diferencias que se mantienen en un flujo migratorio que incorpora a tantos países, a tantas costumbres y a tantas formas de entender la vida. Y que, también, los emigrantes de ahora -a pesar de abandonar sus países por las mismas causas- se muestran reacios a incorporarse y a participar en la forma de vida del lugar al que arriban. Es más, no sólo se niegan a participar en los modos y costumbres de la tierra que ha tenido a bien recibirlos sino que, desde una falta de solidaridad manifiesta, tratan de imponer su especia manera de estar a toda costa. Las Islas son pequeñas -y este es un dato objetivo- y en ellas no cabemos todos los que quisiéramos; por mucha buena voluntad que se ponga en el empeño. Esta es una realidad que no merece la pena ser cuestionada y de ahí el que sea necesaria una convivencia armónica y ajena a los cotos privados. Ahora bien, las cosas no están funcionando así, ya que lo que más abunda es una separación por razas y nacionalidades que puede ser observada de puertas afuera de las casas. Determinados grupos formados por individuos foráneos no sólo faltan al respeto a los naturales sino que tratan de imponerse e imponer sus costumbres de una forma que, cuanto menos, puede ser considerada irrespetuosa. Como ejemplo a esto que decimos, las palabras del párroco de un barrio sureño que tiene fama de conflictivo -el barrio- con las que confesaba que, por los días de las fiestas del lugar, habían armado una caseta para sacar unas perras para la parroquia y tuvieron que terminar cerrando porque un grupo de latinoamericanos montó otra a su lado para invadir con su música a todo volumen y la grosería de su gente a todo el espacio circundante. Sigo preguntándome si los canarios que un día emigraron se atrevieron a actuar de la misma manera allá donde fueron. Seguro que no. Uno no pretende, en una población que dista mucho de ser castiza, que el emigrante doble la cerviz y permita toda clase de atropellos. Lo que uno quisiera, desde la práctica del mutuo respeto, es que aquellos que vienen con la intención de quedarse están obligados a realizar el esfuerzo necesario para compensar -y no se compensa solamente pagando impuestos- el que hayan podido establecerse en una tierra en la que se les garantiza la comida y los servicios esenciales. Unos servicios esenciales que, debido al considerable aumento poblacional, están ahora mismo colapsados. Y unos servicios esenciales, de aceptable nivel, que no se han hecho de la noche a la mañana ni han contado, porque es de justicia decirlo, con la ayuda de los que ahora vienen pisando fuerte y exigiendo derechos; solamente derechos. Si quieren vivir como allá que se queden allá y si quieren vivir como acá que traten de integrarse y acatar las reglas del juego. O lo uno o lo otro pero no, lo uno y lo otro.

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