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Nadir

La Iglesia I (La mala educación)

La Iglesia ha vuelto a convocar otra manifestación, y vuelve a demostrar que posee un gran dominio en el arte de desfilar por las calles. Que nadie se sorprenda; desde aquel Domingo de Ramos de hace dos mil años, no han dejado de organizar procesiones. La del fin de semana pasado tenía por objeto la nueva Ley de Enseñanza, un buen motivo para que los obispos acompañados de la plana mayor del PP cojan la pancarta y se la refrieguen por las narices al pancartero de Zapatero.
La educación es el nuevo campo de batalla donde los partidos miden sus fuerzas. En el Estado de la crispación, lo importante es tener calientes a los respectivos electorados. La única nota que parece pesar es la que obtienen los propios políticos. De ésas se ha hablado más esta semana que de la que obtienen los alumnos. Enhorabuena a ellos; según el CIS, han conseguido superar en fracaso a las propias escuelas; aquí suspenden todos, Gobierno y también oposición.
Tenemos una de las más penosas educaciones del Continente. El único récord europeo que dan nuestros alumnos se computa en las estadísticas del fracaso escolar. Pero no hemos salido a la calle para protestar por esa situación. Desde nuestra tradicional resignación cristiana nos parece más oportuno que si de lo que se trata es de acumular suspensos, lo mejor es que también compute la religión. Así, podemos suspender las Matemáticas y la Lengua, pero podemos seguir teniendo fe en nuestro futuro.
Ninguna de estas dos mujeres pueden estar ya preocupadas por la educación de sus pequeños. Es probable que ambas sean profesoras de Religión, o maestras de un colegio privado donde pagan los padres y también el Estado. Deben de estar muy indignadas para coger la pancarta a esa edad y reclamar valentía a los obispos. Les dicen que no están solos, que tras ellos hay mucha gente. El número exacto lo desconocemos, pues nuestros problemas con las Matemáticas son tan graves que algunos contaron dos millones de manifestantes donde otros contaron cuatrocientos mil.
Hemos comenzado esta discusión como lo hacíamos cuando estábamos en el recreo; llamándonos mentirosos y apelando a la valentía. Y todo, a grito pelado. Con pancartas así, sólo queda que saldemos las disputas como lo hacíamos entonces, retándonos fuera de clase. Por encima de la cartulina roja, esos dos rostros dibujan la expresión del desagrado, ese énfasis crispado con que últimamente envolvemos el desacuerdo político. Hasta que no mejoremos nuestra propia educación será imposible que mejoremos la que deben recibir nuestros hijos.
Mientras tanto, la única fórmula que encontrarán muchos chavales para dejar de tener suspensos será dejar de presentarse a los exámenes. Luego, elaborarán un currículo de una sola hoja donde la licenciatura más valiosa la habrán obtenido en la autoescuela, y dedicarán dos tardes a dejarlos en el Departamento de Recursos Humanos de las grandes superficies. Pero allí ya cuentan con cajas automáticas que no negocian convenios colectivos ni necesitan a nadie para cobrarle directamente al cliente. Mientras se mantengan ociosos, tal vez alguno se haga la pregunta que no sabemos hacernos nosotros. ¿Fueron ellos los que no supieron aprender o somos nosotros los que nos les supimos enseñar? Sin preguntas no hay respuestas. Deberíamos recordarlo de nuestro paso por la escuela.

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