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Nadir

¿personalidad terrorista?

Existe una personalidad terrorista, un perfil psicológico e, incluso, psicopatológico? La cuestión se replantea cada vez que la violencia terrorista adopta un giro extremo, como si fuera ilimitada, sin cortapisas, sin sentido, y cabe añadir que las ciencias sociales –al igual que la criminología– la han planteado con frecuencia sin olvidar la trayectoria de los grandes revolucionarios. Los atentados de Madrid, a todas luces, vuelven a plantear estos interrogantes en la medida en que parecen superar el ámbito de lo político para dar fe de un absurdo, una locura, una pérdida absoluta de humanidad.

Es menester, sin embargo –incluso en este caso–, rechazar la idea de unos autores que según esta perspectiva habrían nacido, de algún modo, terroristas; seres dotados, desde el mismo instante de su nacimiento, de una inclinación mórbida y enfermiza a la violencia. Tal vez hay que invertir el razonamiento: no se nace terrorista; se deviene terrorista, de modo que la personalidad del terrorista se comprende tanto mejor cuando se tiene en cuenta no únicamente el punto de partida, la primera infancia, la educación y el medio familiar, sino el punto de llegada y la trayectoria completa, ya que la clandestinidad, la vida en el seno de un grupo más o menos reducido y limitado, la persecución de una idea sin llegar efectivamente a debatirla con otros –empezando por aquellos a quienes afecta– conforman la personalidad.

Considérese el caso de ETA, aunque cuando se escriben estas líneas no es seguro que deban imputársele los recientes atentados.

Al principio, bajo la dictadura franquista, sus acciones eran relativamente poco violentas, y no sólo por efecto de la represión. Este movimiento capitalizó entonces muchos sentimientos y expectativas compartidas por numerosos vascos, que se sentían reflejados perfectamente en su discurso. ETA pretendía representar a la nación vasca oprimida, a la clase obrera explotada y a la libertad política que había confiscado la dictadura. Sus activistas sintonizaban con amplios sectores de la sociedad vasca, con la que, por otra parte, mantenían relaciones fluidas. ¿Quién habría hablado de locura o de personalidad psicópata para referirse a los miembros del comando Txiquia, responsable, el 20 de noviembre de 1973, del asesinato del almirante Carrero Blanco, presidente del Gobierno español y delfín de Franco?

Treinta años después, las nuevas generaciones de activistas de la lucha armada han perdido la legitimidad que les confería la oposición a una dictadura. La nación vasca ha obtenido un grado de autonomía considerable, y la clase obrera ya no es la sal de la Tierra. No obstante, subsisten en el País Vasco sentimientos independentistas, que la autonomía gestionada por el PNV no llega a satisfacer por completo. Y el conflicto que oponía entre sí el movimiento obrero y los dueños del trabajo no ha desaparecido; ha dejado espacio, por una parte, a las relaciones institucionalizadas entre sindicatos y patronos y, por otra, a la rabia social de los excluidos, de los rechazados por el cambio social, de los jóvenes parados o personas con empleo precario. Esta rabia viene a mezclarse con pulsiones independentistas para seguir alimentando conductas de violencia difusa, urbana como la de la “kale borroka”, pero, asimismo, para seguir dotando de sentido al terrorismo. La significación de la lucha armada se ve en realidad debilitada dado que el contacto con la sociedad y sus expectativas son cada vez menos patentes a ojos de los activistas, sin que pueda decirse por ello que se haya alcanzado la disociación total, puesto que persisten la rabia y el independentismo. Y, al propio tiempo, quienes persisten en la lucha armada no pueden menos que radicalizarse, enarbolar un discurso crecientemente artificial y entregarse a actos cada vez más mortíferos. En la espiral de la pérdida de sentido y de la radicalización, se refuerza el aislamiento de los activistas.

En estas condiciones, en que la violencia adopta un giro crecientemente ilimitado y los activistas cortan amarras con la sociedad, éstos son incapaces de concebir y articular un nuevo discurso; siguen manteniendo un discurso obsoleto y desfasado respecto del marco en que actúan y en cuyo seno se conjugan un marxismo-leninismo en descomposición y un nacionalismo rígido. Cada vez se prestan en menor medida a someter su discurso y sus actos a esta sociedad a la que, sin embargo, apelan. Se instalan, en realidad, en la pura ideología, factor que confiere a sus objetivos y acciones esas imágenes de un repertorio crecientemente inadaptado a las apuestas de la sociedad y en las que aparecen como elementos cada vez más dementes. En realidad, se ven arrastrados por procesos de pérdida de sentido.

La represión, sobre todo desde hace unos años y gracias a la colaboración de las policías española y francesa, refuerza esta tendencia de un modo paradójico porque, cuanto mayores éxitos alcanzan, como se comprueba, la misma acción represiva más priva a ETA de sus dirigentes más curtidos y experimentados, los que saben cómo combinar lucha política y lucha armada. Nuevos dirigentes reemplazan a los más antiguos; estos dirigentes más recientes poseen menos experiencia y formación política, son gentes más frustradas y más radicales. Más dispuestas –también– a entregarse a conductas extremas, radicales. Se ven tentados a precipitarse en el abismo de conductas violentas, unas conductas que han dejado de interesarse por la posibilidad de sumarse a una lucha de carácter político. Los procesos sociales, culturales y políticos que acaban de mencionarse brevemente no hacen más que activar las conductas de unos actores cuya personalidad se habría fraguado desde la infancia. No hacen más que abrir la senda a individuos psicópatas, nihilistas o arrastrados por un sabor inextinguible de la violencia en mayor o menor grado. Contribuyen, sobre todo, a encerrar a sus protagonistas en lógicas en cuyo seno sólo pueden desarrollar determinados rasgos de personalidad en tanto que otros se atrofian. La imagen de locura que puede asentarse en la retina a propósito de estos individuos corresponde más bien al desenlace de una trayectoria que otros abrieron en una coyuntura histórica determinada y que ellos tratan de proseguir en un contexto completamente distinto. En este sentido, si se confirma la hipótesis de una responsabilidad de ETA en los atentados de Madrid, hay que pensar que el carácter delirante de esta acción significa el final de una época, el agotamiento absoluto del sentido de un combate que –ayer– hablaba de liberar a un pueblo, una clase, una nación y que, en la actualidad, ya no puede seguir empleando este lenguaje. Y, si esta hipótesis fuera invalidada –ya por completo, en beneficio de la pista de Al Qaeda o, en parte, en beneficio de la idea de una “empresa mixta” compuesta por ETA y Al Qaeda–, ello no modificaría en nada el razonamiento que acaba de exponerse en estas líneas y que pide que deje de hablarse de personalidad terrorista: es preferible prestar atención a procesos generales, mundiales y locales a la vez, y a aquellos que caracterizan los movimientos que practican la violencia, que son los que mejor dan cuenta de la forma en que sus protagonistas se entregan a conductas extremas.

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