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Nadir

Cumpleaños

Cuando era pequeño, mi cumpleaños era un día especial. No tanto por los regalos sino porque me diferenciaba de los demás. No ocurría lo mismo con el santo que era más bien una celebración colectiva. Llamarse José en mi tierra, era saber que el diecinueve de marzo compartías fiesta con por lo menos quince familiares cercanos, cinco compañeros de clase, dos profesores y miles de otras personas en la ciudad. Sin embargo, cada uno de esos individuos tenía su propio cumpleaños, siempre diferentes del mío y por lo tanto mi onomástica era especial, única y maravillosa. Además coincidía casi siempre con la semana en la que se acababan las clases, por lo que cumplía años y cursos a la misma vez. Durante mucho tiempo no supe de nadie que hubiese tenido la idea de nacer el mismo día que yo, así que, por lógica, era especial. Estaba claro que el mundo había reservado una fecha para mí y sólo para mí. Cuando estaba en la universidad conocí personas que habían nacido en la misma semana que un servidor. Esa pequeña coincidencia nos convertía automáticamente en algo parecido a hermanos o por lo menos en miembros de un club selecto. Las cosas siguieron sin cambios hasta que cumplí los treinta años. Al llegar a esa edad descubrí que un compañero de trabajo compartía conmigo el privilegio de nacer en ese día en concreto. Nos hicimos amigos claro está y desde ese momento nos llamamos todos los años para felicitarnos por el incremento de velas en nuestras respectivas tartas. El descubrimiento de que existían otras personas que también habían nacido el mismo día que yo me llenó de alegría y tristeza a la misma vez. De repente ya no era un ser especial, sino uno entre dos seres especiales. Por otro lado por primera vez podía compartir con otra persona la alegría genuina de nacer y, notar que comprendía mis sentimientos. Por lo tanto, abandoné el club de los nacidos en la misma semana y fundé el de los nacidos el mismo día. Era un club de sólo dos socios, al que meses más tarde se incorporó otra persona con la que compartía la afición de andar por los montes. Dos son compañía y tres son multitud. Mi club empezaba a poblarse demasiado para mi gusto y la alegría empezaba a dejar paso a la añoranza de tiempos pasados. Un lustro después, mi prima tuvo un hijo a la misma vez que yo desenvolvía los regalos de mi treinta y siete cumpleaños. Tuve que admitir en mi club a un socio tan pequeño que no sabía ni hablar. Mi mundo se saturaba, demasiada gente decidía nacer sin consultarme y estaba empezando a agobiarme. Por esas fechas leí un libro sobre matemáticas y vida cotidiana. Hablaba sobre los cumpleaños. Según se desprende de la estadística, uno de cada trescientos sesenta y cinco ciudadanos del mundo comparte conmigo su día de cumpleaños. Eso quiere decir que aproximadamente diecisiete millones de personas nacieron el mismo día que yo. En concreto, sólo en España serían alrededor de cien mil los que soplamos las velas en la misma jornada. El libro terminó de hundirme. Mi club selecto se había convertido en el camarote de los hermanos Marx y por culpa de esa lectura entré directamente en la crisis de los cuarenta. Desde ese momento ya no me atrevo a celebrar nada, porque me imagino a varios millones de personas a mi lado y, me cuesta trabajo creer que soy yo el destinatario de esas palabras de felicidad que se cantan mientras soplas la tarta y apagas las velas. 

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